XXV Domingo Ordinario, ciclo B, 2018

Si alguno quiere ser el primero, que sea el siervo de todos (cf. Mc 9, 30-37)
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“¿De qué discutían por el camino?”, pregunta Jesús a sus discípulos. También nos lo pregunta a nosotros, para que revisemos cuáles son nuestras aspiraciones y la manera como nos relacionamos con los demás. Nos lo pregunta aquél que está siempre atento de nosotros, haciéndonos experimentar su amor que le ha llevado a hacerse uno de nosotros y a dar la vida para rescatarnos del pecado, unirnos a sí mismo, darnos su Espíritu y hacernos hijos del Padre, partícipes de su vida eterna.
Los discípulos se quedaron callados, seguramente por vergüenza; porque mientras él les hablaba de su misión, amar y servir, enfrentando incluso las envidias que harían que lo humillaran, lo torturaran y lo condenaran a una muerte vergonzosa, como anunciaba el Libro de la Sabiduría[1], ellos estaban interesados por ver quién era el más importante.
¿Y nosotros? Quizá tengamos la misma discusión en casa, el noviazgo y nuestros ambientes: “¿A quién quieres más, a papá o a mamá?”. “¿Quién es tu consentido?”. “¿A quién prefieres, a tu familia o a mí?”. “¿Quién manda aquí?”. ¿Y qué son el bullying, la mentira, los chismes, la prepotencia, las trampas, la corrupción, la indiferencia y la violencia, sino intentos de sentirse superior al otro?
Pero, ¡cuidado!, porque esa aspiración es síntoma de una enfermedad gravísima: la soberbia, que, como dice san Agustín: “no es grandeza sino hinchazón; y lo que está hinchado parece grande, pero no está sano”[2]. Efectivamente, no está sano el que para sentirse grande tiene que pisotear a los demás. No está sano, porque las luchas y conflictos que provoca en casa, la escuela, el trabajo y la sociedad brotan, como dice Santiago, de las malas pasiones que están en guerra dentro de nosotros[3].
Pero el Señor, queriéndonos sanos y triunfadores para siempre, nos ayuda a comprender que el verdadero éxito está en unirse a Dios y echarle la mano a los demás, procurando, como dice Santiago, tener un corazón puro, del que brotan buenos frutos: la comprensión, la misericordia, la sinceridad y el amor por la paz[4].
La persona de corazón puro se abre a Dios y a los demás. No tiene necesidad de aparentar ni de usar a nadie para convencerse a sí misma de que vale, sino que, experimentándose incondicional e infinitamente amada por Dios, se valora a sí misma y a los demás. Entonces comprende que la auténtica grandeza es servir a los demás, no servirse de los demás, como aclara el Papa[5].
“No está la felicidad en dominar tiránicamente sobre nuestro prójimo –dice la Carta a Diogneto–… El que está pronto a hacer bien… ése es el verdadero imitador de Dios”[6] ¡Seamos imitadores de Dios, amando y sirviendo en casa, la escuela, el trabajo y nuestra sociedad!
Quizá nos parezca difícil ¡Animo! Pidamos a Dios que nos ayude[7]. Dejémosle que lo haga a través de su Palabra, sus sacramentos y la oración. Así recibiremos la fuerza de su amor para amar y servir. Entonces podremos contribuir a construir una mejor familia y un mundo más humano, con la esperanza de alcanzar la gloria eterna de nuestro Señor Jesucristo[8] ¡Vale la pena!
+Eugenio Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
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[1] Cf. 1ª Lectura: Sb 2, 12.17-20.
[2] Serm. 16 de tempore.
[3] Cf. 2ª Lectura: St 3,16-4,3.
[4] Ídem.
[5] Cf. Homilía en la Misa celebrada en la Plaza de la Revolución, La Habana, Domingo 20 de septiembre de 2015.
[6] Texto adaptado según la edición de RUIZ BUENO Daniel, Padres Apostólicos, BAC, Madrid 1950, X.
[7] Cf. Sal 53
[8] Cf. Aclamación: 2 Tes 2, 14.