X Domingo Ordinario, ciclo B (2018)

Quien cumple la voluntad de Dios, es mi familia (cf. Mc 3, 20-35)
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La confianza es básica en toda relación. Y sólo se puede confiar en quien nos demuestra que es bueno y que busca nuestro bien. Sin embargo, a veces nos falla y confiamos en quien no debemos.
Eso les pasó a Adán y a Eva; aunque Dios les había demostrado que era bueno y que quería su bien creándolos, dándoles todo y enseñándoles a distinguir lo bueno de lo malo para que eligiendo el bien fueran felices por siempre, prefirieron confiar en el demonio, que les sugirió inventarse su propio bien y su propio mal[1].
Pero como la realidad es lo que es y no lo que a nosotros se nos antoje, terminaron por echarlo todo a perder; confundieron a Dios con un enemigo del que hay que alejarse; se sintieron solos, débiles y a disgusto consigo mismos; y se vieron uno al otro como un objeto que puede usarse y desecharse según la propia conveniencia.
Por desgracia, esta historia se repite en nuestra vida; seducidos por el demonio, desconfiamos de Dios y decidimos inventarnos nuestro propio bien y nuestro propio mal. Así, si se nos antoja toda clase de placeres, ¡a darle al cuerpo lo que pida! Si nos conviene ser mentirosos, injustos, infieles, tramposos, flojos, corruptos, envidiosos, indiferentes y violentos, ¡adelante! ¡Todo se vale!
Pero de esta manera, tarde o temprano, echamos a perder nuestra vida, nuestra salud, nuestro matrimonio, nuestra familia, nuestra sociedad y nuestro medioambiente. Y quizá, como Adán y Eva, en lugar de reconocer nuestros errores, pedir perdón y corregirnos, le echemos la culpa a los demás; a los papás, a la pareja, a la sociedad, a la Iglesia y al mundo. Sin embargo, eso no resuelve nada.
Dios, que nos ama, nos rescata y nos ayuda a rehacerlo todo y a mejorarlo cada vez más. Para eso se hizo uno de nosotros en Jesús, quien, confiando en el Padre y amando hasta dar la vida, venció con el poder del amor al demonio y nos liberó de la prisión del pecado en la éste nos había encerrado[2], nos dio su Espíritu, nos unió a él y nos hizo hijos de Dios, partícipes de su vida por siempre feliz.
Sin embargo, el demonio insiste en que desconfiemos de Jesús; a través de una mala amistad, de una ideología o de la moda, hace que lo veamos fuera de la realidad, como hizo con algunos de sus parientes, que llegaron a decir que estaba loco. Satanás trata hacernos pensar que conocer la Palabra de Dios, ir a Misa, confesarse, orar, buscar la verdad y hacer el bien es vivir fuera de la realidad. Incluso, procura que, ante la evidencia de que Jesús es el Salvador, lo neguemos, como los escribas, que decían que estaba poseído por Satanás.
Frente a todo esto, Jesús nos invita a unir la fe y la razón para comprender la realidad. Así, a los escribas les ayuda a darse cuenta de lo ilógico de su argumento, haciéndoles ver que un reino o una familia divididos no pueden subsistir ¿Y de dónde viene la división? De la desconfianza, fruto del desamor, que puede llevarnos hasta blasfemar contra el Espíritu Santo rechazando la salvación que Dios nos ofrece, y a terminar condenándonos para siempre[3].
No caigamos en la trampa. Confiemos en Dios y cumplamos su voluntad[4], dejándonos amar por él, amándolo, amándonos a nosotros mismos y amando a los demás. Así, como María, seremos parte de su familia. Hagámoslo, a pesar de que cueste trabajo, sabiendo que, aunque esta morada terrena se desmorone, él nos tiene preparada una morada eterna en el cielo[5] ¡A echarle ganas!
+Eugenio Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
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[1] Cf. 1ª Lectura: Gn 3, 9-15.
[2] Cf. SAN BEDA, Catena Aurea, 6323.
[3] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1864.
[4] Cf. Sal 130.
[5] Cf. 2ª Lectura: 2 Cor 4,13-5,1.