VI Domingo del Tiempo Ordinario, ciclo B (2018)

Se le quitó la lepra y quedó limpio (cf. Mc 1, 40-45)
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El leproso del Evangelio no era un número más, ni una simple estadística, sino una persona, con sentimientos, inteligencia, ilusiones, familia y amigos, que sufría una enfermedad que lo había desfigurado y condenado a la soledad. Todo había comenzado con un contagio que fue avanzando, hasta que tuvo que ser aislado de la comunidad[1].
Así es el pecado; una vez que dejamos que se incube en nosotros la desconfianza en Dios, va multiplicándose haciéndonos cada vez más egoístas, hasta convertirnos en seres deformes que se inventan su propia verdad, hambrientos de poder, de placer, de dinero y de cosas, injustos, corruptos, rencorosos y violentos. Así nos aleja de la gente que amamos y nos hace contagiosos para todos, al tratar a las personas como si fueran objetos de placer, de producción o de consumo.
Pero aunque el pecado nos desfigure y nos haga contagiosos, seguimos siendo personas; Dios nos ama y seguimos siendo suyos. Por eso, para sanarnos, se hace uno de nosotros en Jesús y nos visita[2]. Lo único que hace falta es que nos dejemos curar por él, como hizo aquel leproso que, de rodillas, le suplicó: “Si tú quieres, puedes curarme”.
¡Y Jesús lo sanó! Él nos cura del pecado, y, comunicándonos su Espíritu, nos da la salud de ser hijos de Dios, partícipes de su vida por siempre feliz, que consiste en amar ¡Él está de parte nuestra!
Con esta confianza, comencemos por reconocer que se ha incubado en nosotros el pecado. Porque si no lo hacemos, se multiplicará, se hará crónico y nos afectará a nosotros y a los que nos rodean. Y reconocida la enfermedad, acudamos a Jesús, que, lleno de compasión, nos “tocará” a través de su Palabra y de sus sacramentos, especialmente la Confesión, donde, como recuerda el Papa: “nos cura de la lepra del pecado”[3].
¡No nos resignemos a vivir deformados, contagiosos y solos! ¡Jesús puede cambiarnos la vida! ¡Él quiere hacerlo! ¡Experimentemos la dicha de recibir su perdón[4]! Y sanados por él, compartamos su compasión y convirtámonos en extensión de su mano, para que pueda “tocar” a los pecadores, a los enfermos, a los pobres, a los migrantes, a las víctimas de la violencia, y a cuantos padecen alguna necesidad, procurando servirles, como san Pablo, sin buscar el propio interés”[5].
No olvidemos que la familia, los que nos rodean y quienes sufren no son “algo”, sino “alguien”; son personas amadas por Dios, con sentimientos, inteligencia, ilusiones y derecho a una vida mejor. Y conscientes de esto, perseveremos en la salud del amor. Porque como dice san Beda: “La salud de uno solo conduce a multitud de gentes hacia el Señor”[6], que es el “verdadero médico de la humanidad”[7].
+Eugenio Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
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[1] Cf. 1ª. Lectura: Lv 13,1-2.44-46.
[2] Cf. Aclamación: Lc 7, 16.
[3] Cf. Angelus, 15 de febrero de 2015.
[4] Cf. Sal 31.
[5] Cfr. 2ª. Lectura: 1 Cor 10,31-11,1.
[6] Cf. Catena Aurea, 6140.
[7] BENEDICTO XVI, Ángelus 12 de febrero de 2006.