VI Domingo de Pascua, ciclo C, 2019

La paz les dejo, mi paz les doy (cf. Jn 14,23-29)
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Todos queremos vivir en paz; en paz con nosotros mismos y con los demás, en casa, en la escuela, en el trabajo y en el mundo. Pero esto es muy difícil, porque no faltan penas y problemas.
Como sucedió al que un conductor le dio un aventón. Iban callados. Entonces pensó: “Si no le hablo quizá se enoje y me baje. Pero, ¿de qué hablarle? De deporte no, porque puede que le vaya al equipo contrario. De religión y de política, ¡menos!”. Entonces, para romper el hielo, dijo: “Pues sí…”. El chofer frenó y gritó: “¡Pues no, y te bajas!”
Si, la experiencia enseña que la paz en este mundo es incompleta y pasajera. Sin embargo, seguimos anhelando una paz total y duradera. Y eso es lo que Jesús nos ofrece; su paz, que es una paz profunda, plena y sin final. Esa paz que se encuentra en Dios, que hace la vida por siempre feliz. Para eso se ha hecho uno de nosotros y ha dado su vida; para unirnos al Padre y compartirnos su paz.
Lo único que nos pide es que lo amemos y cumplamos su palabra. “La prueba del amor –dice san san Gregorio– está en las obras”[1]. Por eso el Padre nos ha echado la mano enviándonos al Espíritu Santo, que nos enseña todas las cosas y nos recuerda cuanto Jesús ha dicho.
El Espíritu Santo nos enseña que todo en esta tierra se termina, incluidas las penas y los problemas; pero que al final nos aguarda una vida por siempre feliz con Dios[2]. Así nos llena de valor para que sigamos adelante, recordándonos lo que Jesús ha dicho: que la realización, el progreso y la eternidad se alcanzan amando a Dios y al prójimo.
Claro está que las circunstancias en nuestra vida, nuestra familia y el mundo cambian, y a veces es difícil descubrir la manera concreta de amar. Pero, como señala san Juan Pablo II, el Espíritu Santo nos ayuda a comprender el significado del mensaje de Cristo, en medio de las condiciones y circunstancias mudables[3].
Así lo comprendieron los primeros cristianos, que al enfrentar una nueva situación que provocó confusión y pleitos, supieron encontrar el camino dejándose guiar por el Espíritu Santo[4]. Como ellos, ante los retos personales, en casa y en el mundo, unidos a los sucesores de los apóstoles, el Papa y los obispos, dejémonos guiar por el Espíritu Santo.
De esta manera descubriremos que el amor, que es Dios, hace triunfar la verdad, el bien y la vida. Entonces, aunque haya dificultades, experimentaremos lo que el Cardenal Poupard expresa así: “Cuando sopla un viento fuerte, la superficie del agua se encrespa y agita, pero, por debajo, las aguas profundas discurren tranquilamente hacia el mar”[5].
¡Confiemos en Dios, que a fin de cuentas guía con equidad todas las cosas[6]! Hagamos lo que Jesús nos pide ¡Amemos! Así, él y el Padre habitarán en nosotros, y, con la guía del Espíritu Santo, nos darán su paz y nos sacarán adelante.
+Eugenio Andrés Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
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[1] In Evang. Hom 30.
[2] Cf. 2ª Lectura: Ap 21,10-14. 22-23.
[3] Cf. Dominum et vivificantem, 4.
[4] Cf. 1ª Lectura: Hch 15, 1-2. 22-29.
[5] Felicidad y fe cristiana, Ed. Herder, Barcelona, 1992, p. 20.
[6] Cf. Sal 66.