II Domingo de Cuaresma, ciclo C (2019)

Este es mi Hijo, escúchenlo (cf. Lc 9,28-36)
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En la vida tenemos esperanzas y temores ¿Cuál es nuestra mayor esperanza? Alcanzar una vida por siempre feliz ¿Y cuál nuestro mayor temor? Que todos nuestros esfuerzos terminen en nada.
Por eso comprendemos que Abraham, tras escuchar la promesa que Dios le hacía de darle descendencia y tierra, replicara: “Señor, ¿cómo sabré que voy a poseerla?” [1]. Quizá, nos preguntemos lo mismo: ¿Cómo saber que, si pesar de las penas y dificultades vivimos amando como Dios pide, de verdad alcanzaremos la eternidad?
Pues hoy Dios, que es nuestra luz y salvación[2], nos responde a través de Jesús, quien, mientras oraba en el monte, cambió de aspecto, sus vestiduras se hicieron blancas y relampagueantes, y se puso a conversar con Moisés y Elías –que aparecieron de pronto– sobre la liberación plena y definitiva que nos conseguiría amando hasta dar la vida.
Así nos deja ver la meta que estamos llamados a alcanzar. “Él –explica san Pablo– transformará nuestro cuerpo miserable en un cuerpo glorioso, semejante al suyo” [3] ¡Esta es nuestra esperanza! ¡No hay otra mayor! ¡Vivir felices para siempre! “Nadie dude que recibirá la recompensa prometida –comenta san León Magno–, ya que a través del esfuerzo se llega al reposo”[4].
Así es; para llegar a esa meta maravillosa hay que hacerle caso al Padre, que nos dice: “Éste es mi Hijo; escúchenlo”. Escuchemos a Jesús, que nos habla y nos transfigura a través de su Palabra, de sus sacramentos, de la oración, de la penitencia, de los demás y de los acontecimientos ¿Y qué nos dice? Que siguiendo su ejemplo y con la fuerza del Espíritu Santo amemos a Dios y al prójimo siempre, en las buenas y en las malas.
Se trata de que, como señala el Papa, transformados por Jesús, comuniquemos a todos el amor vivificante de Dios, especialmente a quienes sufren, a cuantos se encuentran en la soledad y en el abandono, a los enfermos y a los que, en diversas partes del mundo, son humillados por la injusticia, la prepotencia y la violencia[5].
Como Jesús, transfiguremos la luz de Dios a los demás; una luz de amor que les haga sentir bien ¿Se fijaron que Pedro dijo a Jesús: “Maestro, sería bueno que nos quedáramos aquí”? ¿Porqué se lo dijo? Porque se sintió a gusto, amado y pleno en la presencia de Dios. Qué bonito sería que con nuestra forma de ser, de pensar, de hablar y de actuar hiciéramos sentir la presencia amorosa de Dios a la familia, a los vecinos, a los compañeros de escuela o de trabajo, y a cuantos tratan con nosotros.
¿Qué a veces será difícil? No cabe duda. El propio Jesús lo vivió. Pero permaneció fiel al amor y así transformó para siempre nuestra vida, la historia de la humanidad y el futuro de la creación. Fijando la mirada en él, no perdamos de vista la meta que nos muestra. No dejemos que nada nos distraiga ni nos desanime. Todo en esta vida se pasa. Pero el que persevere en el amor y en el bien alcanzará la eternidad feliz que tanto anhelamos ¡A echarle ganas!
+Eugenio Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
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[1] Cf. 1ª Lectura: Gn 15, 5-12.17-18.
[2] Cf. Sal 26
[3] Cf. 2ª Lectura, Flp 3,17-4,1.
[4] Sermón 51,3-4.8: PL 54, 310-311.313
[5] Cf. Ángelus, 6 de agosto de 2017.