Homilía de Mons. Eugenio Lira para el V Domingo de Cuaresma, ciclo A

Yo soy la resurrección y la vida (cf. Jn 11, 1- 45)
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Todo parecía perdido. Lázaro había muerto. Ya nada se podía hacer. Solo quedaba resignarse y llorar ¡Cuántas veces nos hemos encontrado también en una situación límite! Una enfermedad, una pena, un problema, la muerte de un ser querido, ver que se acerca el final.
Pero Dios no nos deja solos ¡Viene a nosotros en Jesús! Lo hace a través de su Palabra, de sus sacramentos, de la oración, de los buenos consejos. Y como hizo con Martha y con María, lo primero que hace es escucharnos. Escucha nuestro dolor, nuestra aflicción, y hasta nuestros reclamos: “Si hubieras querido, esto no habría pasado”.
Y habiéndonos escuchado, nos cambia el panorama. “Yo soy la resurrección y la vida –nos dice–. El que cree en mí aunque haya muerto vivirá; y todo aquel que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre”. Así nos hace ver que él ha venido para sacarnos del sepulcro del pecado y compartirnos su Espíritu que nos une a Dios, que da vida[1]; una vida tan plena, que hace posible que el Padre resucite nuestros cuerpos mortales[2].
Lo único que necesitamos es creer en Jesús y dejarle que nos perdone y nos saque del sepulcro del pecado[3]. Sin embargo, al hacerlo, no pensemos que ya todo será fácil; como Lázaro, tendremos todavía atadas las manos y los pies con las vendas de las tentaciones, y envuelta la cara con el sudario de no poder comprenderlo todo aún. Porque, como explica san Agustín, será hasta la otra vida cuando todo eso desaparezca[4].
Mientras llega ese momento, frente a los grandes porqués de la vida tenemos dos caminos, como dice el Papa: quedarnos mirando melancólicamente los sepulcros o acercar a Jesús a nuestros sepulcros. Porque cada uno tenemos un pequeño sepulcro, una zona un poco muerta dentro del corazón: una herida, un mal sufrido o realizado, un rencor, un remordimiento, un pecado que no se consigue superar[5].
No nos dejemos aprisionar por la losa de la tentación de quedarnos solos y sin esperanza. No permitamos que la tristeza nos tenga encerrados. Dejemos a Jesús que nos resucite a una vida nueva; a la vida del amor a Dios y al prójimo. Él nos ayudará a no atarnos a los problemas y las penas, que nunca faltarán. Y para eso debemos seguir su ejemplo. Él, aunque lloró, no se encerró en el llanto, sino que levantó los ojos a lo alto.
Como Jesús, en medio del dolor, de los fracasos y de las pruebas, levantemos la mirada a Dios y dejemos que nos ayude a ver más allá de lo inmediato, más allá de este mundo estupendo, dramático y transitorio, y a descubrir lo que él nos tiene reservado; una vida por siempre feliz, que alcanza quien es capaz de ayudar a los demás a salir del sepulcro de la soledad, del pecado y de la miseria, y resucitar a una vida digna, libre, plena y eterna.
+Eugenio Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
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[1] Cf. 1ª Lectura: Ez 37,12-14.
[2] Cf. 2ª Lectura: Rm 8,8-11.
[3] Cf. Sal 129.
[4] Cf. Lib. 83, quaest. qu. 65.
[5] Cf. Homilía en la Plaza de los Mártires (Carpi), V Domingo de Cuaresma, 2 de abril de 2017.