Homilía de la Misa Crismal en la Catedral de Matamoros

El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido (cf. Lc 4, 16-21).
Queridos padres, diáconos, consagradas, consagrados, y fieles laicos. Amigos todos.
¡Cuántas veces nos sentimos afligidos por nuestras propias fallas y debilidades, y por tanta mentira, injusticia, pobreza, corrupción, indiferencia, violencia y muerte que hay en el mundo!
Pero hoy, en nuestra Catedral, Jesús cambia nuestras lágrimas en aceite perfumado de alegría[1], al decirnos que el Padre lo ha enviado, ungido por el Amor increado, para traer la buena nueva a quienes, como señala san Cirilo, con humildad la quieran recibir[2].
Él ha venido para liberar a los cautivos del pecado[3]. Para curar a los cegados por el egoísmo, el individualismo, el relativismo, el placer y el pragmatismo. Viene, como señala Teofilacto, para dar la libertad a cuantos han sido oprimidos por la muerte[4], y proclamar el perdón de Dios, que nos da su Espíritu y nos hace hijos suyos, ¡partícipes de su vida por siempre feliz!
¿Cómo lo hace? Siendo testigo fiel del amor del Padre; amándonos hasta purificarnos de nuestros pecados con su sangre, como dice el Apocalipsis. Así, él, el primogénito de entre los muertos, ha hecho de nosotros un reino de sacerdotes para su Dios y Padre[5].
Sí, gracias a Jesús, todos los bautizados participamos, cada uno según nuestra vocación propia, en su misión sacerdotal, profética y regia: dar gloria a Dios, y, ungidos por su Espíritu, llevar la Buena Noticia a los pobres, liberar a los cautivos, dar vista a los ciegos, y proclamar la esperanza en el año de gracia del Señor, en el que, como afirma san Ambrosio, entraremos en su descanso eterno[6].
¿Cómo hacerlo? Siguiendo a Jesús, que en la cruz nos enseña que el amor, que es Dios mismo, es el auténtico poder, capaz de vencer al pecado, al mal y la muerte, y de hacer triunfar definitivamente la verdad, la justicia, la libertad, el bien, el progreso y la vida.
Este es el poder que él nos comunica en los sacramentos, en los que, como explica Benedicto XVI, usa realidades materiales que él mismo ha creado, como el agua, el pan de trigo, el vino y el aceite de oliva[7].
El Papa Ratzinger hacía notar que, en la etimología popular griega, a la palabra “elaion”, aceite, se unió la palabra “eleos”, misericordia, para expresar que la unción es para llevar la misericordia de Dios a todos[8].
Esto debemos tenerlo presente siempre, especialmente ahora que vamos a bendecir los oleos que se utilizarán para algunos sacramentos; el óleo de los catecúmenos, con el que Dios prepara al que va a ser bautizado a recibir este gran sacramento, que nos libera del pecado y nos hace hijos del Padre; el óleo de los enfermos, con el que Dios nos consuela, fortalece y sana, ofreciéndonos la esperanza de la curación definitiva, la resurrección[9]; y el Crisma, con el que se comunica el Espíritu Santo al bautizado, al confirmado y al varón que es ordenado sacerdote.
Porque en esta gran familia sacerdotal, el Señor, como hizo con sus apóstoles en la última Cena, elige algunos hombres para hacerlos partícipes de su sacerdocio ministerial, único y eterno[10], a fin de que sirvan a sus hermanos, siendo, como decía san Juan Pablo II, presencia y prolongación de su vida y de su acción[11], proclamando su Palabra, celebrando la liturgia y guiando a la comunidad a ellos confiada[12].
Admirados y agradecidos por este don, hoy los sacerdotes renovamos los compromisos que hicimos con emoción el día de nuestra ordenación, convencidos de que, como dice el Papa Francisco, el Señor nos sostiene[13], como prometió a David, a quien ungió[14] ¡Contamos con él! ¡Contamos con su amor y su lealtad! ¡Esa es nuestra confianza!
Queridos padres; recordando aquel día maravilloso, en el que, luego de recibir una buena formación por varios años en el Seminario, fuimos configurados con Cristo, Sumo y eterno Sacerdote, mediante la imposición de manos y la oración consecratoria del Obispo, renovemos hoy este gran regalo de amor de Dios.
Volvamos a experimentar aquel momento en el que el Señor nos llamó “amigos”, y nos confío, como decía san Juan María Vianney, administrar sus bienes[15]. Revivamos la satisfacción que sentimos de llegar a la meta después de un largo camino. Recordemos las ilusiones, planes y esperanzas que llevábamos dentro. Traigamos a la memoria la alegría y el orgullo de nuestros padres, familiares, amigos y fieles por vernos ya sacerdotes, y la gran esperanza que ponían en nosotros; que, como hombres de Dios, ¡amigos de Dios!, los condujéramos a Dios, para que pudieran recibir su misericordia.
Han pasado algunos meses o ya muchos años desde aquel día. Y probablemente hemos comprobado que la misión no es fácil. Porque, como reconoce el Papa Francisco, tenemos que enfrentar varias cosas. Entre ellas, el que la gente, que ama y necesita a sus pastores, no nos deja sin trabajo, ¡mucho trabajo! Además, tenemos que estar continuamente defendiendo a todos y defendiéndonos a nosotros mismos de tanta confusión y mal que el demonio y sus secuaces, que no descansan, siembran en el mundo, y que son capaces de tirar en un momento lo que construimos con paciencia durante largo tiempo. Y finalmente, tenemos que enfrentar nuestras propias tentaciones, sobre todo el desencanto; haberse jugado todo y después jugar con la ilusión de ser otra cosa, coqueteando con la mundanidad[16].
¿Cómo vencer todo esto? Haciendo caso al consejo de san Juan Crisóstomo: “es necesario que el sacerdote sea vigilante… como aquél que no vive para sí solo, sino también para tan gran muchedumbre”[17].
Con este propósito, renovemos hoy, queridos padres, aquellos compromisos que, como respuesta libre y gozosa a la llamada de Dios, hicimos con ilusión y confianza el día de nuestra ordenación. Hagámoslo con la certeza de que el Señor nos acompaña y nos ayuda cada día.
Renovemos nuestra amistad con Dios, encontrándonos cada día con él, presente en su Cuerpo, la Iglesia. Escuchando con más atención y amor su Palabra. Uniéndonos a él al celebrar los sacramentos, sobre todo la Eucaristía. Conversando con él en la oración. Comunicando su misericordia a todos.
Y ustedes, hermanas y hermanos consagrados y laicos, pidan por sus sacerdotes, para que todos, también ustedes, seamos fieles a la llamada que el Señor nos ha hecho, y nunca nos cansemos de seguirlo, teniendo presente que, como señala el Papa: “Lo que no se ama cansa y, a la larga, cansa mal” [18].
¡Amemos! Así, si nos cansamos de hacer el bien, nos cansaremos bien, y seguiremos adelante, echándole ganas. Que Nuestra Madre, Refugio de pecadores, nos ayude a hacerlo así.
+Eugenio Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
Matamoros, Tamaulipas a 12 de abril de 2017
_________________________________
[1] Cf. 1ª Lectura: Is 61, 1-3a. 6a. 8b-9.
[2] Cf. SAN CIRILO, en Catena Aurea, 9414.
[3] Cf. Crisóstomo, in Salm. 125.
[4] Cf. TEOFILACTO, Catena Aurea, 9414.
[5] Cf. 2ª Lectura: Ap 1, 4b-8.
[6] Cf. en Catena Aurea, 9414.
[7] Homilía en la Misa Crismal, Jueves Santo 1 de abril de 2010.
[8] Ídem.
[9] Cf St 5,14.
[10] Cf. Lc 22, 19; 2 Tm 1,6.
[11] Cf. Pastores dabo vobis, 15 y 16.
[12] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica nn. 1546-1547; Catecismo de la Iglesia Católica, Compendio, n. 335.
[13] Cf. Homilía Jueves Santo, 2 de abril de 2015.
[14] Cf. Sal 88.
[15] En Le curé d’Ars. Sa pensée – Son Coeur. Présentés par l’Abbé Bernard Nodet, éd. Xavier Mappus, Foi Vivante 1966, p. 98.
[16] Cf. Homilía Jueves Santo, 2 de abril de 2015.
[17] Seis sermones sobre el sacerdocio, Libro III, La responsabilidad de la gracia sacerdotal, y Vigilancia y virtud.
[18] Homilía Jueves Santo, 2 de abril de 2015.