Homilía de Mons. Eugenio Lira para el día de Nuestra Señora de Guadalupe

María se encaminó presurosa (cf. Lc 1, 39-48)
…
Isabel estaba viviendo momentos emocionantes, pero complicados, porque siendo ya mayor esperaba a su primer hijo ¿Y qué hizo María? Fue corriendo a ayudarla. En el siglo XVI los habitantes de lo que llegaría a ser México enfrentaban tiempos difíciles ¿Y qué hizo María? Corrió para auxiliarlos.
Así ha sido en nuestra vida ¿Verdad? Cuando más lo hemos necesitado, María ha corrido para echarnos la mano, repitiéndonos lo que dijo a san Juan Diego: “No te inquiete cosa alguna ¿No estoy yo aquí que soy tu Madre?”[1].
Sí, María, a quien Dios creo y eligió para ser Madre de su Hijo por obra del Espíritu Santo, es sensible a lo que le sucede a los demás y corre para ayudar. Porque como dice san Ambrosio: “el amor no conoce de lentitudes”[2].
¡Esa es nuestra Mamá! La Mamá que Jesús nos ha regalado. La Mamá que nos ama y nos cuida. Por eso venimos a darle gracias y a pedirle que siga echándonos la mano, con la confianza de que seguirá dándonos lo mejor que tiene: a Jesús, el único que puede liberarnos del pecado, unirnos a Dios y hacer nuestra vida eternamente feliz[3].
Jesús, Dios hecho uno de nosotros para salvarnos, nos abraza a través de su Palabra, de sus sacramentos y de la oración, y nos llena de su Espíritu para que, como él y como la Virgencita, amemos y corramos a servir a los que nos rodean, empezando por casa.
¡Hay tanta necesidad! La esposa, el esposo, los hijos, los papás, los hermanos, la suegra, la nuera, los vecinos, los empleados, los compañeros de escuela o de trabajo, los niños, los adolescentes, los jóvenes, los viejitos, los enfermos, los pobres, los abandonados, los adictos, los presos, las víctimas de la violencia, los desaparecidos, los migrantes, ¡necesitan tanto de nosotros!
Necesitan que estemos abiertos a Dios y a ellos. Que veamos lo que les pasa y que los ayudemos a tener una vida digna, a sentirse queridos, a realizarse, a progresar, a encontrar a Dios, a ser felices[4]. Por eso, como dice el Papa, nuestra Madrecita de Guadalupe nos pide: “ayúdame a levantar la vida de mis hijos, que son tus hermanos” [5].
Somos hijos de Dios y herederos de su vida eternamente feliz[6]. Vivamos esta grandeza. Amemos, como nuestro Padre Dios, que es amor. Y, como María, por amor, seamos buenos y corramos a hacer el bien.
+Eugenio A. Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
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[1] VALERIANO Antonio, Nican Mopohua, traducción del náhuatl al castellano del P. Mario Rojas Sánchez, Ed. Fundación La Peregrinación, México 1998.
[2] Catena Aurea, 9139.
[3] Cf. Is 7, 10-14.
[4] Cf. Sal 66
[5] Santa Misa en la Basílica de Guadalupe, 13 de febrero de 2016.
[6] Cf. 2ª Lectura: Gál 4,4-7.
Homilía de Mons. Eugenio Lira para el Segundo Domingo de Adviento, Ciclo A

Conviértanse, porque ya está cerca el Reino de los cielos (cf. Mt 3, 1-12)
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Todos queremos estar en paz ¿Verdad? En paz con nosotros mismos y con los demás. Y eso es lo que Dios quiere para nosotros.
Por eso, a pesar de que le fallamos y pecamos, con lo que abrimos las puertas del mundo al mal y la muerte, él prometió que enviaría a alguien que nos trajera la paz[1].
Y ese alguien es Jesús, que, haciéndose uno de nosotros y amando hasta dar la vida, nos ha defendido del pecado, nos ha dado su Espíritu y nos ha hecho hijos de Dios, partícipes de su vida por siempre feliz[2].
Lo único que necesitamos es recibirlo. Y para ayudarnos, Dios envía al Bautista que, invitándonos a preparar el camino a Jesús, que viene a nosotros para unirnos a Dios y darnos su paz y su vida, nos dice: “Conviértanse”.
No vaya a ser que, por estar bautizados y formar parte de la familia de Dios, pensemos que ya no hace falta más ¡Cuidado! Porque así le ponemos obstáculos a Jesús, corriendo el riesgo de que, al impedirle que venga a salvarnos, terminemos encerrados para siempre en el laberinto sin salida del amor reusado.
Por eso debemos revisar cómo estamos llevando nuestra vida, para no ponerle obstáculos a Jesús ¿Qué obstáculos? Inventarnos nuestra propia verdad, utilizar a los demás, ser indiferentes a sus necesidades y sufrimientos, ser esclavos del dinero, de la moda y de las cosas, ser flojos, envidiosos, corruptos, chismosos, rencorosos y violentos.
Y quizá uno de los obstáculos más grandes sea pensar que, aunque nos portemos mal, al final Dios nos va a salvar, porque es tan bueno que no puede condenar a nadie al infierno. Efectivamente, Dios es bueno. Y porque es bueno, no puede convertir la injusticia en derecho[3]. Por eso dará a cada uno lo que con sus obras haya elegido.
De ahí la importancia del llamado de Juan: “Conviértanse”, es decir “cambien”, “mejoren”. Hay que ser honestos y convertirnos. “El que no se arrepiente de su vida pasada –dice san Agustín–, no puede emprender otra nueva”[4]. Se trata, como dice el Papa, de ir un paso adelante cada día[5].
Para eso dejemos que Dios nos ayude fortaleciéndonos con su Palabra, sus sacramentos y la oración. Así tendremos el auxilio de su amor para vivir en armonía en casa, el barrio, la escuela, el trabajo, la escuela y el mundo[6], siendo comprensivos, justos, pacientes, solidarios, serviciales, perdonando y pidiendo perdón.
¡Por favor! Mejoremos. Seamos honestos, reconozcamos nuestros errores y cambiemos lo que debamos corregir. Quitemos los obstáculos y dejemos que Jesús venga a nuestra vida, a nuestra familia y a nuestra sociedad. Sólo él puede darnos la paz verdadera que dura para siempre.
+Eugenio Andrés Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
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[1] Cf. 1ª. Lectura: Is 11,1-10.
[2] Cf. Sal 72.
[3] Cf. Spe salvi, 44.
[4] Catena Aurea, 3301.
[5] Cf. Ángelus 4 de diciembre de 2016.
[6] Cf. 2ª. Lectura: Rm 15, 4-9.
Homilía de Mons. Eugenio Lira para el Primer Domingo de Adviento, Ciclo A

Velen y estén preparados (cf. Mt 24,37-44)
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Comenzamos un tiempo especial de preparación a la Navidad, en la que celebraremos una vez más lo mucho que Dios nos ama, ya que, a pesar de que le fallamos, se hizo uno de nosotros en Jesús para rescatarnos del pecado y unirnos a él, en quien seremos por siempre felices.
¡Ese es el deseo más grande que tenemos! ¿Verdad? Ser felices por siempre. Y Dios, que nos ha creado, nos ha salvado para que podamos serlo. Lo único que nos toca es aceptar su invitación a seguir el camino que ha hecho para nosotros[1], y que nos lleva hasta su casa[2].
Sin embargo, a veces nos distraemos y nos desorientamos hasta salirnos del camino. Y el problema es que así podemos terminar perdiéndonos para siempre en el laberinto sin salida del amor reusado.
Por eso Jesús aconseja estar atentos ¿Cómo? Lo dice san Pablo: dejando las obras de las tinieblas y portando las armas de la luz[3] ¿Y cuáles son esas armas? La verdad, la comprensión, la justicia, la solidaridad, la paciencia, el bien y el perdón. En una palabra: el amor.
“Somos viandantes –decía san Agustín–… ¿…qué es andar? Avanzar siempre… Si te complaces en lo que eres, ya te has detenido… Y si te dices: «Ya basta», estás perdido… avanza siempre… no quieras desviarte… Más seguro anda el cojo en el camino que el corredor fuera de él” [4].
Quizá estemos fuera del camino. Quizá nos hayamos alejado de Dios, de nosotros mismos, de la familia y de los demás. Quizá nos hemos desviado y hayamos entrado en la oscura zona del egoísmo, de la envidia, del chisme, del rencor, del deseo de venganza, del sentirnos más que lo demás, de usar a los que nos rodean, de ser indiferentes a lo que les sucede.
Pues aunque haya sido así, no debemos desesperar ni darnos por vencidos, porque Dios siempre está echándonos la mano para regresarnos al camino. Lo hace de muchas maneras; a través de su Palabra, de sus sacramentos de la oración, de las personas, de los acontecimientos.
Precisamente ahora lo está haciendo a través del Adviento ¡Aprovechemos esta gran oportunidad! Porque como dice Shakespeare: “Todo puede enmendarse”[5]. “Déjate transformar –aconseja el Papa–… El Señor la cumplirá (tu misión) también en medio de tus errores y malos momentos, con tal que… estés siempre abierto a su acción”[6]. Que María, Refugio de los pecadores, nos ayude a estar atentos, teniendo siempre presente la meta y el camino.
+Eugenio A. Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
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[1]Cf. 1ª Lectura: Is 2,1-5.
[2]Cf. Sal 121.
[3]Cf. 2ª Lectura: Rm 13,11-14.
[4] Serm. 169, 18.
[5] Hamlet, Ed. Porrúa, México, 2005, Acto III, Escena XXII, p. 47.
[6] Gaudete et exsultate, 24.
Homilía de Mons. Eugenio Lira para Solemnidad de Cristo Rey del Universo, ciclo C 2019

Señor, cuando llegues a tu Reino, acuérdate de mí (cf. Lc 23, 35-43)
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“Los éxitos –decía el beato Anacleto González Flores, patrono de los laicos mexicanos–… seguirán siendo de los audaces…
Cristo es la audacia más alta que ha pasado y sigue pasando… la audacia de lo eterno” [1].
Así lo reconoció uno de los malhechores que estaba crucificado junto a él. Mirando que en la cruz y en un ambiente hostil, Jesús tenía la audacia de seguir confiando en Dios y amando a todos, comprendió quién era: Dios hecho uno de nosotros para salvarnos. Y consciente de que se acercaba el final y que por sus pecados no podía alcanzar la vida por siempre feliz, le dijo: “Señor, cuando llegues a tu Reino, acuérdate de mí”.
Entonces Jesús, que en la cruz seguía adelante con la misión que el Padre, creador de todo, le ha confiado: salvarnos con el poder del amor, que, como dice el Papa, lo restaura todo[2], le concede más de lo que le pide, como hace notar san Ambrosio: “el ladrón sólo pedía que se acordase de él, pero el Señor le dice: hoy estarás conmigo en el paraíso”[3].
¡Sí! Amando hasta el extremo Jesús nos libera del pecado y nos lleva a Dios[4], en quien somos felices por siempre[5]. Solo necesitamos reconocerlo y dejarnos conducir por él[6], a través de su Palabra, sus sacramentos y la oración. Así recibiremos su Espíritu para ser audaces y reinar con él, amando y haciendo el bien, en casa, la escuela, el trabajo, la comunidad, la Iglesia, la cultura, la política, la economía, el deporte y la vida en sociedad.
No nos dejemos influir por los que, anclados a las apariencias, lo desprecian creyendo que su Reino es pura ilusión, y apuestan a que cada uno vea solo por sí mismo, usando a los demás, con lo que, desertando de ser reyes se convierten en esclavos[7]; esclavos que, sometidos a la resignación de que las cosas sean como son, se destruyen a sí mismos y a los que les rodean plagando la existencia de egoísmo, soledad, mentira, injusticia, corrupción, pobreza, contaminación y violencia.
Asociémonos a la audacia de Cristo, como el beato Anacleto González, esposo fiel y padre ejemplar, empleado y profesionista responsable y honesto, ciudadano y laico coherente, comprometido y participativo, que, cuando la situación lo requirió, defendió con su vida el derecho a la libertad religiosa, venciendo así la tentación de ver solo por sí mismo, para contribuir al bien y la salvación de muchos.
“Esta –decía– es la hora de los grandes riesgos y de las grandes osadías” [8]. Es la hora de pasar de simples espectadores, quejosos y resignados, a audaces constructores de nosotros mismos, de nuestro matrimonio, de nuestra familia y de nuestro mundo, extendiendo, con Cristo y como Cristo, el Reino de Dios, que es el Reino del amor, que, haciéndonos comprensivos, justos, pacientes, solidarios, serviciales y capaces del perdón, hace triunfar para siempre la verdad, el bien, el progreso, la paz y la vida ¡A echarle ganas! Vale la pena.
+ Eugenio A. Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
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[1] Tu Serás Rey, 2ª edición, Comité Central de la ACJM, México, 1950, pp. 15. 17.
[2] Cf. Homilía, Domingo 20 de noviembre de 2016.
[3] Catena Aurea, 11338.
[4] Cf. 2ª Lectura: Col 1,12-20.
[5] Cf. Sal 121.
[6] Cf. 1ª Lectura: 2 Sam 5,1-3.
[7] Cf. Tu Serás Rey, Op. Cit., p. 7.
[8] Ibid., p. 19.
XXXIII Domingo Ordinario, ciclo C (2019)

Si perseveran con paciencia, salvarán sus almas (cf. Lc 21,5-19)
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La gente admiraba la solidez y la belleza del templo. Y esto estaba bien, porque era realmente hermoso. Pero para que no se quedaran solo en eso, en lo material y pasajero, Jesús les invita a ver más allá, anunciando que de toda esa grandeza no quedaría nada. Y así sucedió; ese magnífico templo fue destruido por las tropas romanas en el año 70.
Y es que nada en este mundo dura para siempre; ni la juventud, ni la belleza, ni el placer, ni el dinero, ni el éxito, ni el poder. Tampoco son para siempre las enfermedades, las penas, los fracasos y los problemas. Todo se pasa. Todo se termina. Por eso san Gregorio dice que sería insensato el viajero que, dejándose deslumbrar por el paisaje, se olvidara del término de su camino[1].
Sí, somos viajeros. Y hay que avanzar teniendo delante la meta: el encuentro con Dios, en quien seremos felices por siempre. Así, fijando la mirada en la meta, podremos seguir adelante, sin dejarnos enganchar por las seducciones y las penas del mundo. Es lo que Jesús enseña cuando nos invita a perseverar para salvar nuestras almas, confiando en que él nos echará la mano.
Con su ayuda, como dice el Papa, superamos el terror y la desorientación que nos provocan las guerras, la violencia y las calamidades, sabiendo que Dios nunca nos abandona[2]. Él está siempre con nosotros, incluso cuando enfrentamos la peor de las batallas: la lucha contra nuestras malas pasiones. Porque como dice san Ambrosio: “son más terribles los enemigos de dentro que los de fuera”[3].
Aunque parezca que el mal gana la batalla en nuestra vida, en casa y en el mundo, un día Jesús volverá para poner orden[4]; derrotará definitivamente al mal y la muerte, y hará triunfar para siempre el bien y la vida[5] ¡Esa es la esperanza que nos anima a no ser una carga para los demás y a trabajar para construir una familia y un mundo mejor[6]!
No seamos una carga para nosotros mismos, abandonándonos al egoísmo, al pecado y al desánimo. No seamos una carga para la familia, negándonos a comprender, a convivir y a perdonar. No seamos una carga para los que nos rodean, renunciando a respetarlos y a ser justos y solidarios. No seamos una carga para este mundo al no interesarnos por nadie y al no cuidar el medioambiente.
¡Trabajemos! Echémosle ganas a nuestra vida, a nuestra familia, a nuestros ambientes de vecinos, de escuela, de trabajo, de Iglesia, a nuestra sociedad y a nuestra tierra. Que nada nos distraiga. Permanezcamos atentos[7], con la ayuda de la Palabra de Dios, de sus sacramentos, de la oración y haciendo todo el bien que podamos. Así alcanzaremos la meta que no se acaba.
+Eugenio A. Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
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[1] Cf. Sobre los evangelios, homilía 14, 6.
[2] Cf. Ángelus, 13 de noviembre de 2016.
[3] Catena Aurea, 11109.
[4] Cf. Sal 97.
[5] Cf. 1ª Lectura: Mal 3,19-20.
[6] Cf. 2ª Lectura: 2 Tes 3,7-12.
[7] Aclamación: Lc 21,28.
XXXII Domingo Ordinario, ciclo C (2019)

Dios es Dios de vivos (cf. Lc 20, 27-38)
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Dos bebés conversaban en el vientre de su mamá. “¿Crees en la vida después del parto?”, pregunta uno. “Claro –contesta el otro–. Tiene que haber algo. Creo que estamos aquí preparándonos para lo que vendrá”. “No hay vida después del parto –responde el primero– ¿Cómo sería?”. “Pienso –dice el otro– que habrá más luz, que podremos caminar y que tendremos otros sentidos que ahora no podemos entender”. “Eso es absurdo –responde el primero–. Caminar es imposible. El cordón umbilical que nos nutre es demasiado corto. Además, si hubiera vida después del parto, ¿por qué nadie ha regresado de allá?”. “No lo sé –responde el otro– pero creo que existe y que nos encontraremos con Mamá”. “¿Mamá? –exclama el primero– ¿Realmente crees en Mamá? ¿Dónde está? Yo no la veo. Mamá no existe”. “Estamos en ella –responde el otro. Sin ella no podríamos vivir. Y si guardas silencio y te concentras, percibirás su presencia y escucharás su voz amorosa allá arriba”.
Esta historia nos ayuda a entender el Evangelio de hoy. Porque muchas veces pensamos que solo es real lo que podemos ver, oír, gustar, oler y tocar. Pero eso termina encasillándonos en lo inmediato. Porque si no hay nada más allá, si no hay una meta, entonces podemos tomar cualquier camino, aunque no lleve a ningún lado y termine perdiéndonos en un laberinto sin salida.
Si no hay algo después de esta vida, ¿para qué limitarse pensando en los demás? ¿Para qué ser fiel al matrimonio? ¿Para qué preocuparse por los hijos asumiendo el papel de papá o mamá, si es más fácil ser sólo “cuates”? ¿Para qué dedicarle tiempo a los papás y a la familia, si hay cosas más divertidas? ¿Para qué ser justo, solidario y caritativo, si es más ventajoso usar a la gente?
Pero hoy Jesús, Dios que se ha hecho uno de nosotros, nos hace ver que el Padre nos ha creado para la vida y que, por eso, después de que nos autocondenamos a la muerte a causa del pecado que cometimos, lo envió a rescatarnos y unirnos a él para hacernos hijos suyos[1], partícipes de su vida por siempre feliz, en la unidad de cuerpo y alma.
¡Esta es la meta! No es una ilusión, sino un regalo que Dios nos ofrece. Creerlo nos consuela en las penas, nos anima en las dificultades, nos da esperanza en los quehaceres de cada día, y nos dispone a toda clase de obras buenas[2]. Porque si hay meta, hay camino. Y ese camino es Jesús. Lo único que necesitamos es ser fieles a Dios y vivir como enseña: amando y haciendo el bien[3].
Hagámoslo, como aquella familia que estuvo dispuesta a morir antes que traicionar a Dios, confiando en que él los resucitaría[4]. Entendieron que después de esta vida limitada y transitoria, nos aguarda una vida tan maravillosa, que vale la pena darlo todo para alcanzarla. Una vida tan increíble, que Jesús nos hace ver que ninguna categoría terrena se le puede aplicar, como señala el Papa[5]. “Gozaremos –dice san Beda– de la presencia constante de Dios” [6].
Escuchemos a Jesús, que es la Palabra de Dios. Creamos en lo que nos dice y vivamos como enseña. Fijemos la mirada en la meta, ¡la resurrección y la eternidad!, y no permitamos que nada nos desvíe del camino. Así alcanzaremos aquella vida que va más allá de todo lo que podemos imaginar ¡Vale la pena!
+Eugenio A. Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
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[1] Cf. Aclamación: Ap 1,5.6.
[2] Cf. 2ª Lectura: 2 Tes 2,16-3,5
[3] Cf. Sal 16.
[4] Cf. 1ª Lectura: 2 M 7, 1-2. 9-14.
[5] Cf. Ángelus 6 de noviembre de 2016
[6] Catena Aurea, 11027.
XXXI Domingo Ordinario, ciclo C (2019)

Hoy tengo que hospedarme en tu casa (cf. Lc 19,1-10)
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A Zaqueo le iba bien; era jefe de los recaudadores de los impuestos que los judíos debían pagar al Imperio romano que los dominaba. Esto le daba la oportunidad de ganar mucho dinero. Y también le daba poder, del que seguramente se aprovechó para enriquecerse aún más. Pero no se sentía satisfecho. Por eso, cuando Jesús llegó a su ciudad, esperando que en él podría encontrar lo que buscaba, trató de conocerlo, superando muchos obstáculos, físicos, emocionales, sociales y espirituales.
Pero si reflexionamos, nos daremos cuenta que en realidad la iniciativa, más que de Zaqueo, fue de Dios, que es misericordioso[1]. Porque fue Dios, que nos ha creado y nos ama a todos[2], quien, al ver que perdimos el rumbo al pecar, se hizo uno de nosotros en Jesús para venir a nosotros y salvarnos[3]. Y fue precisamente Jesús quien viajó a Jericó y al mirar la disponibilidad de Zaqueo tomó la iniciativa de llamarlo y entrar en su vida para salvarlo.
Así es Dios. Siempre toma la iniciativa. Nos “primerea en el amor”, como dice el Papa[4]. Basta que vea en nosotros un poco de buena voluntad, y entra en nuestra vida para llenarla de su amor, que la hace plena y eterna. Lo hace a pesar de nuestras fallas, de nuestras caídas y de nuestra obstinación. Lo hace, aunque estemos muy mal. “Dios –comenta san Ambrosio– no rechaza a quienes ve, porque purifica a quienes mira”[5].
“Jesús –señala el Papa– va más allá de los defectos para ver a la persona; no se detiene en el mal del pasado, sino que divisa el bien en el futuro”[6]. Él sabe que lo que hicimos ya no lo podemos cambiar, pero que con su ayuda podemos llevar a término nuestros buenos propósitos y escribir una nueva historia[7].
No dejemos que los vicios, las personas, las ideologías o las modas nos impidan ver a Jesús. Superemos, como dice san Cirilo, esa confusión[8] ¡Así tendremos la alegría de recibir al Señor, que viene a nosotros a través de su Palabra, de sus sacramentos y de la oración! Entonces, como Zaqueo, saldremos de la estrechez del egoísmo y se ensancharán nuestros horizontes. Porque como dice san Juan Pablo II, a la luz de Cristo nos damos cuenta de los demás y de sus necesidades, y de la justicia[9].
Ante Jesús, Zaqueo, de pie, es decir, liberado del egoísmo, tomó con dignidad esta gran decisión: que a partir de ahora daría y restituiría. Eso es importante. No basta decir: “ya cambié, ya mejoré”. Hay que demostrarlo siendo sensibles a los demás y echándoles la mano, compartiendo con los que necesitan y restituyendo a los que hemos defraudado. Porque como dice san Ambrosio: “no consiste el crimen en las riquezas, sino en no saber usar de ellas”[10].
Hay que saber compartir con los más necesitados los talentos y los bienes que hemos recibido. Hay que ayudarles a tener una vida digna, a realizarse, a encontrar a Dios, a ser felices. Y hay que saber restituirle a la familia, a los amigos, a los compañeros y a la gente con la que tratamos el tiempo, la comprensión, el respeto, el cariño, la justicia, la paciencia, el trato digno, la solidaridad, el testimonio y el perdón que les hemos defraudado. Entonces el Señor podrá decir de nosotros: “Hoy ha llegado la salvación a esta casa”.
+ Eugenio A. Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
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[1] Cf. Sal 144.
[2] Cf. 1ª. Lectura, Sb 11,22-12.2.
[3] Cf. Aclamación: Jn 3, 16.
[4] Cf. Evangelii gaudium, 24.
[5] De interpellatione David, IV, 6, 22: CSEL 32/2, 283-284.
[6] Misa de clausura de la JMJ, Cracovia, 1 de julio de 2016.
[7] Cf. 2ª Lectura: 2 Tes 1,11-2,2.
[8] Cf. Catena Aurea, 10901.
[9] Cf. Homilía en Elk, 8 de junio de 1999.
[10] Catena Aurea, 10901.
XXX Domingo Ordinario, ciclo C

Para los que se tienen por buenos y desprecian a los demás (cf. Lc 18,9-14)
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Cuentan que un niño era tan soberbio, que le decía a su papá: “cuando sea grande quiero ser como tú… para tener un hijo como yo”. Y ya de adulto, tenía siete fotografías suyas con esta leyenda: “Las siete maravillas del mundo”. Hay gente que es así; solo se mira y admira a sí misma.
Como el Narciso de la mitología griega, que sintiéndose superior a todos no se interesaba por nadie, hasta que murió ahogado intentando abrazar su imagen reflejada en el agua. “Imprudente –escribe Ovidio– ¿por qué en vano unas apariencias fugaces alcanzar intentas?”[1].
Efectivamente, todos somos fugaces. No somos ni el principio, ni el centro, ni el fin del universo. Cuando no lo entendemos, nos encerramos en nosotros mismos creyéndonos lo único y no permitimos que nadie entre ¡Ni Dios! Eso fue lo que sucedió al fariseo de la parábola, quien, como dice el Papa, oraba a un espejo[2]. “No quiso rogar a Dios –comenta san Agustín–, sino ensalzarse a sí mismo… e insultar al que oraba”[3] . Y es que, para sentirse más grande, despreciaba a los demás, incluso al publicano que estaba orando.
Pero con esa actitud, el fariseo se cerró y no se dejó ayudar. Por eso Dios no pudo salvarlo. Esto puede sucedernos si nos creemos perfectos y merecedores de todo, y despreciamos a los demás, sintiendo que lo que va mal en casa, la escuela, el trabajo y la sociedad, es culpa de la esposa, del esposo, de los hijos, de los papás, de los hermanos, de la suegra, de la nuera, de los vecinos, de las cuñadas, de los compañeros, de los pobres, de los ricos, de los migrantes, de los políticos y hasta de Dios.
Y quizá nos justifiquemos sintiéndonos perfectos al no ser ladrones, injustos o adúlteros como otros, aunque le robemos a la pareja y a la familia el amor y el tiempo que deberíamos dedicarles; aunque con chismes y malos tratos le arrebatemos a los demás su honra y dignidad; aunque no paguemos ni cobremos lo justo, y seamos parte de la corrupción y la contaminación; aunque seamos indiferentes a los que nos necesitan; aunque seamos infieles a nuestros deberes ciudadanos y cristianos.
¡Cuidado! Porque si seguimos así, cerrados, no dejaremos que Dios entre en nosotros para ayudarnos, y terminaremos ahogados en la condenación eterna. Por eso Jesús, que ha venido a salvarnos[4], nos propone el ejemplo del publicano, que con humildad reconoció sus faltas y aceptando que necesitaba ayuda pidió perdón a Dios. Así se abrió. Su oración atravesó las nubes[5], y fue escuchada por el Señor, que lo salvó[6].
Por nuestro bien, seamos humildes. La humildad no es baja autoestima ni sentimiento de culpa. Es ver la realidad y ubicarnos. Como san Pablo, que reconoció que en los momentos más difíciles el Señor lo había ayudado, y miró el futuro con esperanza, confiando en que él lo sacaría adelante[7].
Veamos las cosas como son. Reconozcamos lo mucho que Dios nos ha dado. Reconozcamos nuestros aciertos y errores. Reconozcamos que necesitamos del Señor y pidamos su perdón y su ayuda, a través de su Palabra, de sus sacramentos y de la oración. Y nunca despreciemos a los demás, sino tendámosles la mano, como Dios ha hecho, hace y hará con nosotros.
+Eugenio A. Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
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[1] Metamorfosis, Narciso y Eco, Libro Tercero. Biblioteca virtual “Miguel de Cervantes”, www.cervantesvirtual.com.
[2] Audiencia, 1 junio 2016.
[3] Cf. Citado en Catena Aurea, 10809.
[4] Cf. Aclamación: 2 Cor 5,19.
[5] Cf. 1ª Lectura: Sir 35,15-17. 20-22.
[6] Cf. Sal 33.
[7] Cf. 2ª Lectura: 2 Tim 4,6-8. 16-18.
XXIX Domingo Ordinario, ciclo C

Dios hará justicia a quienes claman a Él (cf. Lc 18,1-18)
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Hay momentos en los que todo parece perdido; una enfermedad, una pena, un problema. Entonces, en medio del dolor y la desesperación, nos preguntamos: “¿De dónde me vendrá el auxilio?”
Y la respuesta es solo una: “el auxilio me viene del Señor, que hizo el cielo y la tierra[1]. “Cuando ya nadie me escucha –comenta Benedicto XVI–, Dios todavía me escucha… Él puede ayudarme… el que reza nunca está totalmente solo”[2].
¡Así es! El que reza nunca está solo. Por eso Jesús nos invita a orar, confiando en que Dios, que nos ha creado y nos ha salvado por amor, nos dará lo que en su bondad quiere concedernos, como dice san Juan Crisóstomo[3]. Santa Teresa de Jesús lo comprendió. Por eso decía: “…en este tempestuoso mar… ¿Quien me oye sino Tu, Padre y Criador mío?”[4]
Sin embargo, a veces, al ver que no recibimos lo que pedimos tan rápido como quisiéramos, nos desanimamos. Y eso puede llevarnos a pensar que la oración no sirve y que no tiene caso seguir orando. Pero Jesús, que nos quiere mucho, nos invita a no irnos con la “finta” y a seguir orando, confiando en que Dios nos echará la mano. Es como cuando uno ejercita los músculos; al principio no se nota, pero si somos constantes y perseveramos, poco a poco veremos los resultados.
Hagámosle caso a Jesús. Permanezcamos firmes en lo que hemos aprendido, como aconseja san Pablo a Timoteo[5]. Y si sentimos que no podemos más, recordemos que, así como Aarón y Jur ayudaron a Moisés a mantener los brazos en alto hasta que Dios diera la victoria a Josué[6], así la fe y la oración de la Iglesia nos sostienen. “En ocasiones –comenta el Papa– ya no podemos más, pero con la ayuda de los hermanos nuestra oración puede continuar, hasta que el Señor concluya su obra”[7].
¿Qué pasa cuando bajamos los brazos y dejamos de orar? Que el demonio, con las armas del egoísmo, la injusticia, la envidia, la corrupción, el rencor, la violencia, la indiferencia y el desaliento, empieza a ganar la batalla ¡No lo permitamos! “Confía en Dios –aconseja santa Faustina–, en buenas manos estás… Si Dios quiere realizar algo, tarde o temprano lo realizará a pesar de las dificultades, y tú, mientras tanto, ármate de paciencia”[8].
Armémonos de paciencia. No olvidemos que el que persevera alcanza. Oremos a Dios y hagamos lo que nos toca para que la justicia, que tanto anhelamos, se vaya haciendo realidad en nuestra vida, en nuestra familia y en nuestra sociedad, confiando en que, tarde o temprano, Dios hará que la justicia triunfe definitivamente, haciéndonos partícipes de su vida por siempre feliz.
+Eugenio A. Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
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[1] Cf. Sal 120.
[2] Spe salvi 32.
[3] Catena Aurea, 10801.
[4] Exclamaciones del alma a Dios 1. 3.
[5] Cf. 2ª Lectura: 2 Tim 3,14-4,2.
[6] Cf. 1ª Lectura: Ex 17,8-13.
[7] Homilía Domingo 16 de octubre de 2016
[8] Diario, la Divina Misericordia en mi alma, 257 y 270.
XXVIII Domingo Ordinario, ciclo C

La gratitud (cf. Lc 17,11-19)
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Los leprosos la estaban pasando mal. Su enfermedad los había desfigurado y convertido en foco de contagio para los demás, por lo que vivían alejados de todos. Eso es lo que hace el pecado; desfigura la semejanza divina con la que Dios nos creó y hace que dañemos a la familia, a los amigos y a la gente que nos rodea, al tratarlos como si fueran objetos, hasta que quedamos aislados en la soledad del egoísmo.
Pero Jesús llegó. Los leprosos lo vieron y con esperanza le pidieron que tuviera compasión y los curara. Él les respondió que fueran a presentarse a los sacerdotes, que, según la Ley, tenían la misión de constatar si alguien había sanado. Así, como explica Teofilacto, les asegura que se recuperarán[1]. Los diez, aunque de momento no quedaron curados, creyeron en él e hicieron lo que les mandó ¡Y al ir por el camino recobraron la salud!
Jesús les cambió la vida ¡Hizo que la recuperaran! Pero solo uno se acordó de su Bienhechor; un samaritano que fue a Jesús, y alabando a Dios, se postró a sus pies dándole gracias. Descubrió que Dios lo había curado a través de su Hijo, a quien envió para sanarnos del pecado, darnos su Espíritu y unirnos a él, en quien la vida se hace por siempre feliz.
Como el samaritano, también Naamán supo reconocer que es a Dios a quien le debía su extraordinaria curación, y en gratitud, tomó una decisión: no adorar a otros dioses sino sólo al Señor[2]. Lo hizo porque miró con claridad de quién proviene todo don y que por ello, solo tiene sentido acudir al único y verdadero Dios.
Ambos, con su agradecimiento, se hicieron un gran bien: porque reconocieron de quién viene todo lo bueno y a quién hay que acudir y obedecer; se descubrieron amados por él y valoraron el don que les fue concedido; se percibieron amables y comprendieron que habían recibido tanto amor que podían compartirlo con los demás.
Por eso san Pablo dice que Dios quiere que demos gracias siempre, unidos a Jesús[3]. Lo quiere porque así nos hacemos un bien. “Mira tu historia cuando ores –aconseja el Papa– y en ella encontrarás tanta misericordia… el Señor te tiene en su memoria y nunca te olvida”[4]. Siendo agradecidos, nos sentimos queridos, miramos todo con sentimientos nuevos y con una actitud realista y confiada, y vemos el futuro con esperanza.
Acordémonos de Jesucristo[5], y demos gracias a Dios, que nos ha mostrado su amor y su lealtad[6]. Hagámoslo a través de su Palabra, de sus sacramentos –sobre todo la Eucaristía–, y de la oración. Y agradezcamos a los que han sido instrumentos de su amor. “¿Cuántas veces –se pregunta el Papa– damos gracias a quien nos ayuda… a quien nos acompaña en la vida?”[7].
“Señor –exclamaba san Paulo VI–, Te doy gracias porque me has llamado a la vida, y más aún, porque haciéndome cristiano me has regenerado y destinado a la plenitud de la vida. Asimismo siento el deber de dar gracias… a quien fue para mí transmisor de los dones… que me has concedido… mis Padres… Contemplo lleno de agradecimiento las relaciones… que han dado …ayuda, consuelo y significado a mi… existencia: ¡Cuántos dones… he recibido…!” [8].
Seamos agradecidos con Dios y con los demás. Así nos haremos un gran bien; podremos levantarnos de nuestras caídas y de nuestra baja autoestima, y seguir adelante, mejorando y construyendo un mundo más humano para todos, hasta llegar a la meta: la vida eterna.
+Eugenio A. Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
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[1] Cf. Catena Aurea, 10711.
[2] Cf. 1ª Lectura: 2 Re 5,14-17.
[3] Aclamación: 1 Tes 5,18.
[4] Gaudete et exsultate, 153.
[5] Cf. 2ª Lectura: 2 Tim 2,8-13.
[6] Cf. Sal 97.
[7] Homilía Domingo 9 de octubre de 2016.
[8] Testamento.
XXVII Domingo Ordinario, ciclo C

¡Auméntanos la fe! (cf. Lc 17,5-10)
…
La vida es muy bonita, pero difícil. Porque no faltan enfermedades, penas, problemas, incertidumbres. Por eso, seguramente, como el profeta Habacuc, más de una vez le hemos dicho a Dios:
“¿Hasta cuándo pediré auxilio, sin que me escuches?”. Y él, que nos escucha, nos responde con amor: “aunque parezca atrasarse, llegará sin defraudar: el justo vivirá por su fe”[1].
El justo, es decir, el que es bueno y hace el bien, vivirá por su fe. Vivirá plenamente en esta tierra y eternamente feliz en el cielo, porque descubrirá que no está solo; que todo en la vida, las alegrías y las penas, ¡todo!, tiene sentido; y que le aguarda una meta tan grande, que hace que valga la pena el esfuerzo del camino.
Eso es lo que nos da la fe ¿Y qué es la fe? Es unirnos a Dios y dejarnos ayudar por él. Es confiar en Jesús y permitir que su Espíritu de amor nos guíe para que podamos vivir amando y haciendo el bien, como él enseña.
Por eso, aunque nuestra fe sea pequeña, si es sincera, nos hace capaces de cosas humanamente imposibles[2]. Es lo que Jesús explica al compararla con una semilla de mostaza, que, aún siendo pequeña, es muy fecunda. Así nos enseña que, como dice san Juan Crisóstomo: “un poco de fe puede mucho”[3].
“Cuando falta la luz de la fe –comenta el Papa– todo se vuelve confuso”[4]. Quien no ve con claridad se siente solo, no alcanza a divisar la meta y no encuentra el camino. Piensa que lo inmediato es lo único; que el egoísmo, la mentira, la injusticia, la corrupción, la pobreza, la violencia y la muerte ganan la partida; que nada tiene sentido y que no hay esperanza.
No queremos vivir así ¿Verdad? Por eso, pidámosle a Jesús: “Auméntanos la fe”. Esa fe que nos hace capaces de cosas grandes, como lo demuestran muchos a lo largo de la historia: los mártires, como san Esteban, santa Perpetua y san José Sánchez del Río; santa María Goretti, que antes de morir perdonó a su asesino; san Camilo de Lelis, santa María Soledad Torres Acosta y santa Teresa de Calcuta, cuyas obras al servicio de los más necesitados han perdurado a través del tiempo y se han extendido por el mundo.
Todos ellos, y muchos más, gente como nosotros, con sus cualidades y sus defectos, con sus limitaciones y sus oportunidades, hicieron cosas que parecían imposibles. Pero no presumieron, porque descubrieron que esa fuerza extraordinaria venía de Dios, y que ellos solo hacían lo que debían hacer. “Somos siervos de Dios –recuerda Benedicto XVI–, no sus acreedores… a él le debemos todo”[5].
Es él quien nos da un espíritu de fortaleza, de amor y de templanza, como señala san Pablo[6] ¡Así que no nos dejemos desanimar por nada! ¡No endurezcamos el corazón[7]! Dejemos que el Señor nos aumente la fe, alimentándola con su Palabra, sus sacramentos y la oración, para que, ante las dificultades e incertidumbres, miremos más allá y sigamos adelante, confiando en él y haciendo todo el bien que podamos.
+Eugenio Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
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[1] Cf. 1ª. Lectura: Ha 1,2-3;2,2-4.
[2] Cf. FRANCISCO, Ángelus 6 octubre 2013.
[3] In Matthaeum, hom. 58.
[4] Lumen Fidei, 3.
[5] Cf. Homilía en Palermo, 3 de octubre 2010.
[6] Cf. 2ª Lectura: 2 Tim 1,6-8. 13-14.
[7] Cf. Sal 94.
XXVI Domingo Ordinario, ciclo C

“Si no escuchan… no harán caso” (cf. Lc 16,1-13)
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El egoísmo es terrible. Nos encierra en nosotros mismos, haciendo que no escuchemos ni veamos a los demás. Entonces, sintiendo que somos lo único en el universo, nos concedemos todos nuestros caprichos, viviendo una vida vacía, maquillada de lujo y desperdicio, sin inmutarnos en los que nos rodean.
Pero con esa indiferencia dejamos a muchos en la soledad y la miseria, y nos asfixiamos hasta provocarnos la muerte eterna[1].
Eso fue lo que sucedió al rico de la parábola. Por eso san Juan Crisóstomo explica que no se condenó por haber sido rico, “sino por no haber sido compasivo”[2]. El egoísmo lo dejó solo. Le cerró la puerta a todos; al pobre Lázaro y al mismo Dios. Porque como dice el Papa: “¡Ignorar al pobre es despreciar a Dios!… Si yo no abro la puerta de mi corazón al pobre, aquella puerta permanece cerrada, también para Dios, y esto es terrible” [3].
Es terrible, porque solo Dios puede llenar la vida y hacerla por siempre feliz. Para eso nos creó. Y para eso, después de nuestra caída, envió a Jesús a salvarnos. Él, haciéndose uno de nosotros y amando hasta dar la vida, nos liberó del pecado, nos dio su Espíritu y nos hizo hijos de Dios, partícipes de su vida por siempre feliz[4].
De esta manera nos ha demostrado que Dios no es indiferente ¡A hecho suya nuestra hambre de vida[5]! ¿Qué nos toca hacer? Abrirle la puerta de nuestro corazón para que entre y nos de vida plena y eterna. Y esto exige que dejemos esa puerta abierta a los demás, siendo sensibles hacia ellos y echándoles la mano, como lo hace Dios.
Abrámonos a los demás; a la esposa, al esposo, a los hijos, a los papás, a los hermanos, que están hambrientos de amor; al vecino, al compañero, al empleado, que están hambrientos de respeto; a la niña, al niño, al adolescente, al joven, a la muchacha, al hombre, a la mujer, a los ancianos, que están hambrientos de alimento, salud, casa, vestido, educación, seguridad, trabajo, justicia, cariño y oportunidades.
En un mundo plagado de conflictos, injusticias, discriminaciones, desequilibrios económicos y sociales, los pobres son quienes más sufren. Y ante ellos, hoy se da una “globalización de la indiferencia”, especialmente hacia los migrantes, los refugiados, los desplazados y las víctimas de la trata, que, además, son objeto de juicios negativos.
Pero, como señala el Papa en su Mensaje para la Jornada Mundial del Migrante –que hoy celebramos–, interesarnos por ellos es interesamos también por nosotros, porque abrirse a los demás enriquece, ya que nos ayuda a ser más humanos; a reconocer que somos parte activa de un todo más grande. Por eso, “no se trata solo de ellos, sino de todos nosotros, del presente y del futuro de la familia humana” [6].
No esperemos señales sobrenaturales para decidirnos. Confiemos en Dios que nos habla en su Palabra, en sus sacramentos, en la oración, en las personas y en los acontecimientos, y pongamos de nuestra parte para transformar las causas estructurales y sociales que provocan pobreza, inseguridad y violencia. La oportunidad es ahora; no la dejemos pasar. Así conquistaremos la vida eterna a la que hemos sido llamados[7].
+Eugenio A. Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
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[1] Cf. 1ª Lectura: Am 6,1.4-7.
[2] Hom. 2 in Epist. ad Phil.
[3] Audiencia General, 18 de mayo de 2016.
[4] Cf. Aclamación: 2 Cor 8, 9.
[5] Cf. Sal 45.
[6] Cf. No se trata sólo de migrantes, Mensaje para la Jornada de 2019.
[7] Cf. 2ª Lectura: 1 Tim 6,11-16.
XXV Domingo Ordinario, ciclo C

Gánense amigos con el dinero (cf. Lc 16,1-13)
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San Teofilacto hace notar que, mientras que en las cosas de la tierra administramos nuestros bienes procurando que nos duren para que nos sirvan de refugio,
en las cosas divinas se nos olvida meditar lo que nos conviene para la vida futura[1].
Por eso Jesús nos enseña a mirar hacia el futuro definitivo y así saber administrar los bienes que Dios nos ha confiado para ayudar a los demás y llegar a la meta. Lo hace a través de la parábola del administrador abusivo que, al ser descubierto, usó el dinero de su amo para ganarse amigos y así asegurarse un futuro.
Jesús no aconseja ser rateros ni corruptos, sino mirar al porvenir, como explica san Agustín[2]. Porque quien no lo hace se queda en lo inmediato y termina seducido por el dinero, hasta hacer todo con tal de tenerlo; mentiras, injusticias, robos, secuestros, extorsiones, corrupción, narcotráfico, trata de personas, tráfico de armas, pagar de menos y cobrar de más, hacer trampa a los pobres y aprovecharse de su necesidad.
Pero el Señor advierte que no olvidará esas acciones[3]; llegará el día en que haga justicia. “Dios es justicia y crea justicia –afirma Benedicto XVI– Éste es nuestro consuelo y nuestra esperanza… La gracia no excluye la justicia. No convierte la injusticia en derecho”[4].
Para que no destruyamos nuestra vida, nuestra familia, nuestra sociedad y terminemos condenándonos eternamente, Jesús nos invita a descubrir que cuanto somos y tenemos es un don de Dios. Por eso san Juan Crisóstomo, al tiempo de recordarnos que en esta tierra vamos de paso, dice: “seas quien seas has de saber que solo eres administrador de bienes ajenos”[5]. Bienes que, además, son transitorios.
Dios nos ha confiado administrar nuestra vida y los bienes que nos ha dado por un rato. Y la clave para hacerlo bien es dejar que el amor nos guíe para ganarnos amigos con el dinero, sabiendo invertirlo en lo que hace el bien y dura para siempre.
El dinero es un medio, no un fin. No es eterno; una enfermedad, una situación inesperada, ¡y se esfuma! Y el día que muramos no nos llevaremos ni un centavo. Por eso hay que descubrir que, como dice el Papa: “el Señor nos lo da para hacer que el mundo vaya adelante… para ayudar a los demás”[6].
Actuando así estaremos comportándonos como hijos de Dios, que ha levantado nuestra vida[7]. Porque habiendo caído la humanidad en la miseria a causa del pecado, envió a Jesús, que, al encarnarse y dar la vida, se hizo pobre para enriquecernos dándonos su Espíritu y haciéndonos hijos de Dios, partícipes de su vida eterna[8].
“Todo el que, previendo su fin, alivia el peso de sus pecados con buenas obras y da generosamente los bienes del Señor –dice san Juan Crisóstomo–, se gana muchos amigos, que habrán de dar buen testimonio de él delante de su Juez”[9].
Pidámosle a Dios que nos ayude a entenderlo y a ponerlo en práctica. Pidámosle que ilumine a los que tienen alguna autoridad: gobernantes, empresarios, líderes sindicales, sociales y religiosos, maestros, padres de familia, para que actúen bien, y con sus palabras y su ejemplo enseñen a los demás a hacerlo también, y así todos podamos llevar una vida en paz[10].
+Eugenio A. Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
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[1] Cf. Catena Aurea, 10608.
[2] Idem.
[3] Cf. 1ª Lectura: Am 8,4-7.
[4] Spe salvi, 42-44.
[5] Cf. Catena Aurea, 10601.
[6] Homilía, 21 de octubre de 2013, en Santa Marta.
[7] Cf. Sal 112.
[8] Cf. Aclamación: 2 Cor 8,9.
[9] Cf. Catena Aurea, 10601.
[10] Cf. 2ª Lectura: 1 Tim 2,1-8.
XXIV Domingo Ordinario, ciclo C

Habrá gran alegría en el cielo por un solo pecador que se arrepiente
(cf. Lc 15,1-32)
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Dice un refrán que en casa del jabonero el que no cae resbala. Así es en esta vida; todos tenemos tropezones y caídas ¿Y qué deseamos cuando eso sucede?
No burlas, críticas o indiferencia, sino ayuda. Pero hay quienes, creyéndose perfectos, desprecian a todos, como dice san Gregorio[1], y no ayudan a nadie.
¡Qué diferente es Dios! Así nos lo descubre Jesús haciéndonos ver que nuestro Padre Dios es misericordioso y que siempre nos echa la mano para llevarnos adelante. Y también nos hace ver que, siendo hijos suyos, debemos ser misericordiosos como él[2].
El Padre, creador de todo, nos hizo a imagen suya para que fuéramos felices por siempre con él. Pero no le tuvimos confianza; pecamos y así abrimos las puertas del mundo al mal y la muerte. Entonces perdimos el rumbo, como la oveja descarriada, como la moneda perdida, como el hijo menor que, habiendo recibido todo de su padre, se alejó de él y malgastó sus bienes hasta quedarse sólo y sin nada.
Todos podemos identificarnos con ese muchacho, porque a veces buscamos la felicidad lejos de Dios, pensando que él, que nos lo ha dado todo –cuerpo, sexualidad, afectividad, inteligencia, voluntad, alma inmortal, familia, amigos, educación, trabajo, sociedad y la tierra–, hace aburrida la vida y retrasa el progreso con su moral.
Pero lejos de Dios terminamos solos y degradados al dedicar todo nuestro esfuerzo a metas egoístas e inmediatas: transformar nuestro cuerpo, disfrutar sensaciones, ganar dinero, comprar todo lo que se nos hace creer que necesitamos, buscar novedades cambiando de pareja, de familia, de carrera, de trabajo, de ciudad, de país y de religión; tener poder para usar y desechar a los demás, y explotar la tierra.
¿Y qué logramos? Vacío, insatisfacción, sinsentido, soledad y convertir nuestro entorno en un lugar plagado de injusticia, pobreza, corrupción, violencia y daño al medio ambiente. Entonces, para “engañar el hambre”, consumimos “algarrobas” que, como explica san Ambrosio, sólo sirven de peso y no de utilidad[3]: alcohol, drogas, infidelidad, comercio sexual, materialismo, racismo, intolerancia, envidia, chismes, rencores.
Pero Jesús no nos abandona, sino que, como hizo Moisés[4], interviene a nuestro favor; se hace uno de nosotros y nos busca para, amando hasta dar la vida, rescatarnos y conducirnos a Dios, que hace la vida feliz para siempre[5]. Sólo hace falta que, como el joven de la parábola, tomemos conciencia de nuestra dignidad y decidamos volver al Padre, para quien, como decía san Juan Pablo II: “un hijo, por más pródigo que sea, nunca deja de ser hijo”[6].
Él no desprecia al que le abre el corazón, y, reconociendo sus errores y dispuesto a enmendarse, le pide ayuda[7]. ¡Él perdona, restaura y lo lleva a todo a plenitud! Así debemos ser sus hijos. No vayamos a ser como el hijo mayor de la parábola, que, lleno de egoísmo despreció a su hermano y a su propio Padre, condenándose a ser “destructor” en lugar de “reconstructor” y a quedar fuera de la felicidad, que sólo se encuentra en el amor.
Por nuestro bien y el de los demás, confiemos en Dios, dejémonos perdonar y rescatar por él. Nunca es tarde para hacerlo. Y cuando veamos a alguien que cae, y que incluso nos hace daño, seamos misericordiosos, como nuestro Padre es misericordioso.
+Eugenio A. Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
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[1] Cf. In Evang, hom. 34.
[2] Cf. Aclamación: 2 Cor 5,19.
[3] Cf. Ut sup.
[4] Cf. 1ª Lectura: Ex 32,7-11.13-14.
[5] Cf. 2ª Lectura: 1 Tim 1,12-17.
[6] Cf. Dives in Misericordia, IV, 6.
[7] Cf. Sal 50.
XXIII Domingo Ordinario, ciclo C

El que no renuncie a todos sus bienes, no puede ser discípulo mío (cf. Lc 14,25-33)
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“Enséñanos a ver lo que es la vida y seremos sensatos” (1)¡Qué gran oración! Porque nada hay más importante que descubrir qué es la vida; saber de dónde viene, qué sentido tiene, si continúa más allá de la muerte, y cómo vivirla para alcanzar una felicidad que jamás termine.
“Enséñanos a ver lo que es la vida y seremos sensatos”, le pedimos a Dios. Porque la experiencia demuestra que los pensamientos de los mortales son inseguros y sus razonamientos pueden equivocarse (2) ¡Cuántas veces, habiendo hecho lo que los demás dicen o hacen, nos hemos dado cuenta que no llegamos a ningún lado!
“Enséñanos a ver lo que es la vida y seremos sensatos”. Dios, que es la mismísima sabiduría, que lo ha creado todo y conoce todas las cosas, responde a nuestra súplica enviándonos a Jesús, que se ha hecho uno de nosotros para liberarnos del pecado y unirnos al Padre, origen y meta de todas las cosas, y quien hace la vida por siempre feliz.
Lo único que hace falta es que sigamos a Jesús, comprendiendo que esto es un compromiso serio, como dice el Papa(3) . Seguir a Jesús es darle la prioridad en nuestra vida, amándolo más que a nada. Y quien lo ama, vive amando a la familia, a la novia, a los amigos y a los demás como él enseña. De lo contrario, los amaremos egoístamente, no por lo que son, sino por lo que nos dan.
Quien sigue a Jesús vive amando. Por eso él nos invita a cargar la cruz y seguirlo ¿Y qué es cargar la cruz? Es amar a Dios y amar al prójimo, como Jesús nos ha enseñado. Es vencer nuestro egoísmo, liberarnos de estar apegados a los bienes, y hacer nuestras las necesidades del prójimo, como señala san Gregorio(4) , tratándolo como un hermano(5) .
Ciertamente esto no es fácil. Por eso Jesús dice que si queremos edificar primero debemos calcular el costo, para que no quedarnos a medias. Y quizá, calculando, nos demos cuenta que nos falta para construir bien nuestra vida, nuestro matrimonio, nuestra familia, nuestro noviazgo y nuestra sociedad ¿Cuál es la solución? Pedirle a Dios que nos ayude a través de su Palabra, de sus sacramentos y de la oración.
Así, con su ayuda, podremos enfrentar al demonio y vencer la tentación de ceder a sus propuestas de una tranquilidad aparente, como dice san Agustín(6) . Si dejamos que Dios nos eche la mano, seremos capaces de renunciar a nuestro egoísmo, a nuestros apegos y a los falsos valores, para seguir a Jesús por el camino que le da sentido a la vida y la hace plena y eterna: el amor.
A esto los llama el Señor, – y -. Él, que los ha elegido para hacerlos, mediante el sacramento del orden del diaconado, servidores del Pueblo de Dios en el ministerio “de la liturgia, de la Palabra y de la caridad”(7) .
¡Carguen su cruz! ¡Amen y sirvan! Experimenten, como decía san Juan Pablo II, “la urgencia de hacer el bien”(8) , siendo, como pedía san Policarpo a los diáconos, “misericordiosos, diligentes, procediendo conforme a la verdad del Señor, que se hizo servidor de todos”(9) .
Hermanas y hermanos, unidos a Nuestra Madre, Refugio de los pecadores, demos gracias a Dios por estos nuevos diáconos que nos regala para continuar el servicio de Cristo entre nosotros, y pidámosle que a ellos y a todos nos ayude a tomarnos en serio el seguimiento de Jesús, amando y sirviendo como él nos ha enseñado.
+Eugenio Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
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1. Cf. Sal 89.
2. Cf. 1ª Lectura: Sb 9,13-19.
3. Cf. Homilia 4 septiembre 2016.
4. Cf. Catena Aurea, 10425.
5. Cf. 2ª Lectura: Flm 9,10.12-17.
6. Cf. Catena Aurea, 10428.
7. Lumen Gentium, 29.
8. Homilía, 21 de abril de 1979.
9. Ad Phil. 5, 2.
XXII Domingo Ordinario, ciclo C

El que se humilla será enaltecido (cf. Lc 14,1.7-14)
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En el Evangelio encontramos a Jesús mirando una escena muy común: gente que busca el mejor lugar. Y aunque esto sea común, no significa que esté bien.
Porque como advierte san Agustín: “la soberbia no es grandeza, sino hinchazón; y lo que está hinchado parece grande, pero no está sano”[1]. Esta hinchazón, fruto de la infección llamada egoísmo, provoca muchos males: pleitos, injusticias, pobreza, dolor y muerte.
Y esto no solo sucede en el mundo de la política y de los negocios; pasa también en casa, entre vecinos, en la escuela, en el trabajo y en la convivencia social ¿Qué son los berrinches, el chantaje, el bullying, la mentira, los chismes, las trampas, la corrupción, la avaricia, la injusticia, el descarte y la violencia, sino intentos de imponernos a los demás?
Sí, hay quienes son capaces de hacer lo que sea con tal de colocarse cómodamente por encima de los que los rodean y servirse de ellos. Y muchas veces lo consiguen, aunque a un precio muy alto. Porque, además de convertirse en demoledores de los demás, se acarrean la desgracia de una vida vacía y la condenación eterna[2].
Dios, que nos ama, no quiere eso para nosotros. Por eso ha enviado a Jesús, quien hecho uno de nosotros ha venido a salvarnos y a mostrarnos el camino de una vida plena y por siempre feliz: el amor, que requiere humildad. Humildad que no es baja autoestima, sino valorarse a uno mismo de tal manera que, descubriendo que se es hijo de Dios, se procura vivir conforme a esta dignidad, con la guía del Espíritu Santo e imitando a Jesús.
Eso es lo que nos recuerda la Carta a los Hebreos cuando nos dice que nos hemos acercado a la asamblea festiva de los santos, a Dios, y al Mediador de la nueva alianza, Jesús[3]. Quien vive con esta conciencia, entra en la dinámica del amor. Un amor que, como el de nuestro Padre Dios, debe ser gratuito.
Es lo que Jesús enseña cuando, al que lo convidó, le aconseja que, cuando dé una comida, invite a los pobres, que no pueden pagarle. Y concluye: “Se te pagará en la resurrección de los justos”. “Se trata –comenta el Papa– de elegir la gratuidad en lugar del cálculo oportunista”[4]. Y quien elige esta gratuidad, como señala san Juan Crisóstomo, tendrá por deudor a Dios, que nunca olvida[5] ¡Él nos hará gozar para siempre de la alegría de su presencia, que llena la vida y el corazón[6]!
“Hay tanto sufrimiento –decía la Madre Teresa de Calcuta–, tanto odio, tanta miseria, y nosotros con nuestra oración, nuestro sacrificio, debemos hacer algo, empezando en casa… El amor empieza en casa… Encuentra al pobre, primero, en tu propio hogar, y empieza amando ahí. Lleva esa buena nueva a tu propia gente. Así … el amor se extenderá cada vez más… en nuestro país y en el mundo”[7].
Pensemos en los demás. Pongámonos en su lugar. Tratémoslos como nos gusta que nos traten. Seamos comprensivos, justos, pacientes, atentos y serviciales. Hagamos todo el bien que podamos, sin esperar algo a cambio. Estemos dispuestos a perdonar y a pedir perdón. Y Dios hará nuestra vida plena en esta tierra y eternamente dichosa en el cielo ¡Vale la pena!
+Eugenio Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
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[1] Serm. 16 de tempore.
[2] Cf. 1ª Lectura: Eclo 3,17-18.20.28-29.
[3] Cf. 2ª Lectura: Hb 12,18-19.22-24.
[4] Ángelus, Domingo 28 de agosto de 2016.
[5] Cf. In Ep. ad Col., hom. 1.
[6] Cf. Sal 67.
[7] Mensaje al Congreso Los jóvenes al servicio de la Vida y de la Paz, 12 de Diciembre de 1988.
XXI Domingo Ordinario, ciclo C

Esfuércense por entrar por la puerta, que es angosta (cf. Lc 13, 22-30)
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A veces nos dejamos encandilar por propuestas muy atractivas que nos hacen creer que podemos lograr muchas cosas sin esfuerzo. Pero la realidad enseña que eso no es posible. No se baja de peso sin dieta y ejercicio. No se aprende sin estudiar. No se gana dinero lícitamente sin trabajar. No se construye un matrimonio, una familia y una sociedad sin poner de nuestra parte. No se conserva el medioambiente si no lo cuidamos. No se alcanza la eternidad si no le echamos ganas.
Eso es lo que Jesús nos hace ver cuando aclara que la puerta que conduce a la vida por siempre feliz, que es él mismo, es angosta. No nos engaña. Nos dice las cosas como son. Así nos ayuda a corregirnos de caer en falsas promesas que no llevan a nada. Y aunque de momento no nos guste esta corrección, es por nuestro bien[1].
La puerta es angosta. Por eso, para cruzarla, es decir, para unirnos a Jesús y entrar en comunión con Dios, necesitamos adelgazar; sí, adelgazar nuestro egoísmo, que nos hincha cada vez más al inventarnos nuestra propia verdad, al darle al cuerpo todo lo que pide, y al usar y desechar a los demás. Así, más ligeros, podremos entrarle al amor a Dios y al prójimo. Un amor que debe aterrizarse.
Hay que amar a Dios, dejándonos amar por él a través de su Palabra, de sus sacramentos y de la oración. Así, llenos de su amor, seremos capaces de amar y de hacer todo el bien que podamos a los que nos rodean; la familia, los vecinos, los compañeros de escuela o de trabajo, la gente con la que tratamos, los más necesitados, los migrantes, los que sufren.
Quizá no lo hayamos hecho. Pero nunca es tarde para entrar por la puerta angosta, porque, como dice el Papa, esa puerta siempre está abierta[2]. Hagámoslo ahora que todavía es tiempo. Porque cuando llegue el final de esta peregrinación terrena, el Señor la cerrará y ya no habrá otra oportunidad. Y si nos quedamos afuera, lamentaremos eternamente lo que perdimos por no haber hecho lo que debíamos.
Dios nos ama a todos y quiere que todos nos unamos a él y alcancemos la vida por siempre feliz para la que nos ha creado[3]. Por eso, aunque le fallamos, por su gran amor hacia nosotros[4], envió a Jesús para liberarnos del pecado, darnos su Espíritu, hacernos hijos suyos y abrirnos la puerta de su casa, donde seremos eternamente dichosos.
Él lo ha hecho todo por nosotros y nos lo ofrece todo ¡Decidámonos a entrar por la puerta del amor, que es angosta! Que el esfuerzo no nos espante. Como aconseja san Juan Crisóstomo: no miremos tanto si la entrada es estrecha, sino a dónde conduce[5].
+Eugenio Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
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[1] Cf. 2ª Lectura: Hb 12,5-7.11-13.
[2] Cf. Domingo 21 de agosto de 2016.
[3] Cf. 1ª Lectura: Is 66,18-21.
[4] Cf. Sal 116.
[5] Cf. Homilías sobre el Evangelio de San Mateo, Homilía 23, 5-6.
XX Domingo Ordinario, ciclo C

He venido a traer fuego a la tierra (cf. Lc 12, 49-53)
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La vida es una carrera al cielo, ¡la casa del Padre!, en quien seremos por siempre felices.
Y si queremos llegar a la meta, hay que hacer lo que aconseja la carta a los Hebreos: correr con perseverancia, dejar el pecado que nos estorba, y seguir a Jesús, quien, en vista del gozo que se le proponía, aceptó la cruz, y ahora está con Dios[1].
Él ha llegado a la meta. Y es tan bueno que no solo nos muestra el camino, sino que lo ha construido para nosotros, encarnándose y amando hasta dar la vida para liberarnos de la carga del pecado, unirnos a su cuerpo la Iglesia, darnos la fuerza de su Espíritu y hacernos hijos de Dios.
Además nos acompaña y nos enseña cómo recorrer este camino: amando a Dios y al prójimo. Sin embargo, a veces esto no nos agrada, porque nos saca de nuestra comodidad. Y es que tendemos a instalarnos en nuestro egoísmo, en nuestras ideas, en darle al cuerpo lo que pida, en nuestros rencores y envidias. Y oír que así no se avanza, molesta, como sucede al atleta cuando el entrenador le advierte: “Así no se hace”.
Esto fue lo que le pasó al pueblo de Israel con las advertencias que le hacía el Profeta Jeremías. Por eso los jefes decidieron matarlo para que no los siguiera incomodando diciendo cosas que nos les gustaba escuchar, aunque fueran la verdad[2].
Jesús, que nos ama, no nos da por nuestro lado, sino que nos enseña lo que es realmente bueno para nosotros; lo que nos ayuda a vivir bien en esta tierra y a alcanzar la vida por siempre feliz del cielo ¡A eso vino! Por eso dice: “He venido a traer fuego a la tierra, ¡y cuánto deseo que ya estuviera ardiendo!”
Él ha venido a traernos el fuego del amor, el Espíritu Santo, que hace posible una vida plena y eterna, porque nos purifica del pecado y nos hace capaces de amar. Y desea que ese Amor arda en nosotros para que nos hagamos prójimos de los demás, especialmente de los necesitados, de los migrantes, de los que sufren, como dice el Papa[3].
Claro que esto nos va a costar. Por eso Jesús advierte que ha venido a traer la división. “En adelante –dice–, de cinco que haya en una familia, estarán divididos tres contra dos y dos contra tres”. San Ambrosio explica que esto significa que nuestros cinco sentidos combatirán cuando, iluminados por el Espíritu Santo, procuremos actuar racionalmente[4].
Sí, tendremos que luchar contra sentirnos más que los demás y utilizarlos como si fueran objetos; luchar contra encerrarnos en nuestro mundo y dejar que cada uno se las arregle como pueda; luchar para darle menos tiempo a las diversiones y a las redes sociales, y dedicarle más a la familia; luchar para tratar bien a los demás, aunque ellos no lo hagan; luchar para decirle “no” a la mentira, a los chismes, al bullying, a la injusticia, a la corrupción y a la violencia.
Pero si acudimos a Dios a través de su Palabra, de sus sacramentos y de la oración, él nos echará la mano para asegurar nuestros pasos en el camino al cielo[5]. Con esta confianza, ¡sigamos adelante!
+Eugenio Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
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[1] Cf. 2ª Lectura: Hb 12,1-4.
[2] Cf. 1ª Lectura: Jr 38, 4-6.8-10.
[3] Cf. Ángelus, Domingo 14 de agosto de 2016.
[4] Cf. Catena Aurea, 10249.
[5] Cf. Sal 39.
XIX Domingo Ordinario, ciclo C

Estén preparados (cf. Lc 12, 32-48)
…
A veces los temores nos abruman; ¿Se resolverá este problema? ¿Qué pasará con esta enfermedad? ¿Cómo se pondrán las cosas en el futuro? Pero el mayor temor es saber que un día moriremos. Pues hoy Jesús nos dice que no debemos temer, porque nuestro Papá Dios, creador de todas las cosas, ha querido unirnos a él para que gocemos de su felicidad sin final.
Para eso envió a Jesús, que nos ha rescatado del pecado, nos ha dado su Espíritu y nos ha hecho hijos suyos, partícipes de su vida plena y eterna. Lo único que nos toca es estar listos para que cuando él vuelva pueda darnos esa dicha ¿Cómo? Permaneciendo en gracia, conservando encendida la luz de la fe, y cumpliendo la misión que él nos ha confiado: amar y servir.
Dios mismo nos echa la mano; nos libera del pecado, nos une a él mediante el bautismo y la confesión, y enciende en nosotros la luz de la fe, que, permitiéndonos poseer, ya desde ahora, lo que esperamos, nos impulsa a confiar en él y hacer lo que nos pide, como hicieron Abraham y Sara, que ansiaban una patria mejor: el cielo[1]. Porque la fe nos hace reconocer la firmeza de las promesas que hemos creído[2].
¿Cómo mantener encendida la lámpara de la fe? Con la Palabra de Dios, los Sacramentos, la oración, e iluminando la vida del prójimo con nuestras obras, como dice san Gregorio[3]. A eso se refiere Jesús cuando nos pide administrar fielmente los bienes de Dios, que él nos ha confiado ¿Qué bienes? Nosotros mismos, nuestra familia, nuestra Iglesia, nuestra sociedad y el medioambiente.
Sí, nosotros, los demás y el mundo somos de Dios. Él nos creó, él nos mantiene en la existencia, él nos ha salvado y él nos conduce a la plenitud. Por eso, para administrar bien nuestro cuerpo, nuestra afectividad, nuestra inteligencia y nuestra alma, debemos hacer lo que él nos enseña. Y lo mismo en el trato con la familia, con los vecinos, con los compañeros, y en la forma de desempeñar nuestras labores, nuestros derechos y nuestros deberes ciudadanos, nuestra vida cristiana y la relación con la creación.
El Señor nos enseña que la clave para administrar bien es el amor, que nos hace comprensivos, justos, serviciales, solidarios, pacientes, y capaces de perdonar y de pedir perdón. Así, amando, acumulamos en el cielo un tesoro que no se acaba y que nada puede destruir. Y donde está nuestro tesoro, ahí está nuestro corazón, es decir, aquello que amamos.
Es cierto que amar es difícil, porque exige sacrificios y renuncias. Pero, como dice el Papa, la esperanza de poseer el Reino de Dios en la eternidad nos impulsa a trabajar para mejorar las condiciones de la vida terrena, especialmente de los necesitados[4].
Comprendiendo lo que está en juego, ¡la eternidad!, estemos preparados, como aconseja san Gregorio: teniendo los ojos de la inteligencia abiertos a la luz verdadera y obrando conforme a lo que creemos[5]. Hagámoslo fiados en el Señor, que es nuestra esperanza, nuestra ayuda y nuestro amparo[6].
+Eugenio A. Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
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[1] Cf. 2ª. Lectura: Hb 11,1-2.8-19.
[2] Cf. 1ª. Lectura: Sb 18,6-9.
[3] Cf. In Evang., hom. 13.
[4] Cf. Ángelus, Domingo 7 de agosto de 2016.
[5] Cf. In Evang., hom. 13.
[6] Cf. Sal 32.
XVIII Domingo Ordinario, ciclo C

¿Para quién serán todos tus bienes? (cf. Lc 11, 1-13)
…
Aunque no nos guste, hay algo en la vida que es inevitable: la muerte.
“Todos estamos sujetos a la muerte –dice Sancho Panza– … y, cuando llega a llamar a las puertas de nuestra vida, siempre va de prisa, y no la habrán de detener ni ruegos, ni fuerzas, ni cetros, ni mitras… llama por igual a jóvenes y a viejos”[1].
Es verdad; tarde o temprano moriremos. Y como decía san Paulo VI: “No es sabia la ceguera ante este destino indefectible” [2]. Porque la muerte nos hace ver que, como afirma el Cohélet: “Todas las cosas, absolutamente todas, son vana ilusión”[3]. “Las alegrías en esta tierra –escribe Cervantes– por mucho que duren, habrán de acabar”[4].
Sí, por mucho que duren el cuerpo, la salud, la belleza, los placeres, las emociones, los conocimientos, el dinero, las cosas, los puestos, el poder, un día se habrán de terminar. Y puede que sea antes de lo que pensamos. Sin embargo, a veces lo olvidamos y les dedicamos lo mejor de nuestro tiempo y de nuestros esfuerzos.
Pero a pesar de que en el mundo se termine la existencia, en lo más profundo de nuestro ser sentimos que la muerte no puede tener la última palabra; que debe haber algo después; algo infinitamente más grande y mejor de lo que hemos conocido. Y Dios lo confirma revelándonos que él, que nos creó para la vida, no permitió que el pecado nos encadenara a la muerte sino que envió a Jesús para salvarnos[5].
Lo único que nos toca hacer para participar de su vida por siempre feliz, que consiste en amar, es aceptar su salvación, haciéndonos ricos de lo que vale ante él ¿Y qué es eso? Dios mismo. Solo él puede llenarnos de su amor incondicional y eterno para que podamos amar. Por eso san Pablo aconseja: “Pongan todo el corazón en los bienes del cielo, no en los de la tierra”[6].
Esto es lo que Jesús enseña cuando, al que le pide intervenir para que su hermano le comparta la herencia, le aconseja preocuparse más por la inmortalidad que por las riquezas, como explica san Ambrosio[7]. Y para ayudarnos a entenderlo, nos habla de un rico, que, como señala san Basilio, pensaba “no en repartir, sino en amontonar”[8], y al que Dios le dice: “¡Insensato! Esta misma noche vas a morir”.
De esta manera, como señala el Papa, Jesús nos alerta de lo absurdo que es fundar la felicidad en el tener, y nos hace ver que la verdadera riqueza es el amor de Dios compartido con los demás[9]. Se trata, como decía san Juan Pablo II, de darnos a los otros y de comprender que la propiedad se justifica cuando crea oportunidades de trabajo y crecimiento para todos[10].
Pensémoslo. Y conscientes de que esta peregrinación terrena es tan breve como un sueño, pidámosle al Señor que nos enseñe lo que es la vida para que seamos sensatos[11], y así invirtamos para la eternidad; no amontonando, sino compartiendo.
+Eugenio Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
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[1] CERVANTES Miguel, Don Quijote de la Mancha, Ed. Del IV Centenario, Ed. Santillana, México, 2005., Cap. VII, p. 596, y Cap. XX, p. 706.
[2] Testamento, en vatican.va.
[3] Cf. 1ª Lectura: Ecl 1,2; 2, 21-23.
[4] Don Quijote de la Mancha, Op. Cit., 1ª parte, II, p. 8.
[5] Cf. Sb 2,24; Rm 5, 12-18.
[6] Cf. 2ª Lectura: Col 3,1-5. 9-11.
[7] Citado en SANTO TOMÁS DE AQUINO, Catena Aurea, 10213.
[8] Hom. 6.
[9] Cf. Angelus, Domingo 4 de agosto de 2013.
[10] Cf. Centesimus annus, nn. 30, 36, 43.
[11] Cf. Sal 89.