Homilía para el II Domingo del Tiempo Ordinario, ciclo B (2021)

Hemos encontrado al Mesías (cf. Jn 1, 35-42)
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Andrés y el otro discípulo eran como nosotros: gente con virtudes y defectos, alegrías y penas, planes y problemas, temores y sueños. Pero sobre todo, eran buscadores de vida plena y eterna. Y sabían que sólo en Dios la podían encontrar. Por eso lo buscaban, dispuestos a dejarse ayudar para encontrarlo.
De ahí que, reconociendo en el Bautista a un enviado del Señor, se hicieron discípulos suyos. Y efectivamente, Juan era un hombre de Dios, que no buscaba tener un club de admiradores, sino orientar a los demás al encuentro con el Señor, como hizo Elí con Samuel[1]. Por eso, cuando llegó Jesús, les hizo ver que era a él a quien buscaban.
¡Sí! Jesús es aquel a quien buscamos. Porque en él, Dios, creador amoroso e inteligente de cuanto existe, origen, sostén, meta y plenitud de todas las cosas, se ha hecho uno de nosotros y ha venido a nuestro encuentro, para, amando hasta dar la vida, liberarnos del pecado que cometimos, compartirnos su Espíritu de Amor y unirnos a él, que hace la vida feliz para siempre.
Escuchando a Juan, Andrés y el otro discípulo siguieron a Jesús, quien al verlos les preguntó: “¿Qué buscan?”. Ellos, manifestándole su decisión de ser discípulos suyos, contestaron: “¿Dónde vives, Maestro?”. A lo que él respondió: “Vengan a ver”. Así, como señala el Papa, Jesús los introdujo en el misterio de la Vida[2]; los hizo partícipes de su Espíritu de Amor para compartirles la felicidad sin final de ser hijos de Dios, que consiste en amar con la totalidad de nuestro ser, incluido nuestro cuerpo[3].
También a nosotros nos comparte esta dicha, total y sin final, uniéndonos a él a través de su Palabra, de la Liturgia, de la Eucaristía, de la oración y del prójimo. Si lo sabemos encontrar ahí, que es donde vive, nos llenaremos de tal manera de su amor que lo desbordaremos, sintiendo la necesidad de compartirlo con los demás. Porque quien encuentra a Dios ama; y porque ama, procura la salvación de todos, como dice san Beda[4].
Así lo hizo Andrés: fue con su hermano Simón y le dijo: “Hemos encontrado al Mesías”, y lo llevó con Jesús. Andrés empezó por casa. Ahí debemos comenzar también nosotros. Vayamos al encuentro de la familia, de los amigos, de los vecinos, de los compañeros y de cuantos podamos, y llevémoslos al encuentro de Jesús ¿Cómo? Cumpliendo la voluntad de Dios[5], que nos pide amar y hacer el bien.
Amemos y hagamos el bien. Como san Antonio Abad, que vivía de tal manera que la gente lo llamaba “amigo de Dios” y lo quería como a un hijo o a un hermano[6]. O como el beato Carlo Acutis, un adolescente nacido en 1991, que con su testimonio, evangelizando a través de los medios digitales y ayudando a inmigrantes, discapacitados y pobres, logró que muchos, comenzando por su mamá, encontraran a Jesús. Hagámoslo también, teniendo presente aquello que Carlo decía: “Nuestra meta debe ser el infinito, no lo finito”.
+Eugenio Andrés Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
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[1] Cf. 1ª Lectura: 1 Sam 3, 3b-10.19.
[2] Cf. Santa Misa con sacerdotes, consagrados, religiosas y seminaristas, Morelia, 16 de febrero de 2016.
[3] Cf. 2ª Lectura: 1 Cor 6, 13c-15a.17-20.
[4] Cf. Catena Aurea, 12141.
[5] Cf. Sal 39.
[6] Cf. San Atanasio, Vida de san Antonio, Cap. 1.
Homilía de nuestro Obispo para el domingo del bautismo del Señor, ciclo B 2021

“Tú eres mi Hijo amado; yo tengo en ti mis complacencias” (cf. Mc 1,7-11)
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Todos queremos realizarnos y ser felices. Pero en esa búsqueda, a veces nos dejamos deslumbrar por personas a las que idealizamos y seguimos: influencers, artistas, deportistas, luchadores sociales, ideólogos, políticos, gente carismática con algún liderazgo religioso, u otros. Sin embargo, esto tiene siempre un riesgo: elegir mal, cometer errores, decepcionarnos y terminar en un callejón sin salida.
Juan el Bautista, que era un hombre de Dios, lo sabía. Por eso fue honesto con sus seguidores. No se dejó ganar por el deseo de tener influencia y poder sobre ellos, sino que, cumpliendo su misión, les dijo: “Ya viene detrás de mí uno que es más poderoso que yo”. Así los orientó hacia aquel que todos debemos seguir: Dios, que ha venido a nosotros en Jesús.
Y para que a todos nos quede claro, cuando Jesús salió del agua después de hacerse bautizar por Juan para inaugurar el Bautismo, se abrieron los cielos, descendió sobre él el Espíritu Santo, y el Padre, creador inteligente y amoroso de todas las cosas, hizo oír su voz[1], diciendo: “Tú eres mi Hijo amado; yo tengo en ti mis complacencias”.
¡Qué presentación! Ya no hay duda. Ya no necesitamos andar buscando. Jesús es el verdadero líder al que debemos seguir. El auténtico modelo al que debemos imitar. Porque él, que confía en el Padre y cumple su voluntad, es el único que puede liberarnos del pecado, causa de todos los males, unirnos a Dios y hacernos felices para siempre.
¡Nadie puede ofrecernos algo así! ¡Nadie! ¿Y cómo lo logra Jesús? No gritando, regañando o imponiéndose, como hace notar el Papa[2]. No buscando sólo a los buenos, ni esperando a que todo sea ideal, sino amando y haciendo el bien[3], entrándole con todo, hasta dar la vida, dispuesto a buscar el poquito bien que quizá haya en nosotros, y partir de ahí para sacarnos adelante[4].
¡Ese es el estilo de Jesús para mejorarnos a nosotros, mejorar al mundo, y ofrecernos un futuro! Y nos propone que sea nuestro estilo también. Porque a partir de nuestro Bautismo, él nos liberó del pecado y nos unió a su cuerpo, la Iglesia, para hacernos hijos de Dios, compartiéndonos su Espíritu de Amor para que colaboremos en la misión que el Padre le confió: salvar al mundo.
Empecemos en casa y en nuestros ambientes, descubriendo, como dice el Papa, lo mucho que vale toda persona, siempre y en cualquier circunstancia[5], y tratemos bien a todos, dándole la mano al que peca y, como dice san Jerónimo, ayudando al prójimo a llevar su carga[6].
Fortalecidos con la gracia que Dios nos ofrece a través de su Palabra, de la Liturgia, de la Eucaristía, de la oración y del prójimo, aprendamos a ver la chispa de bien que siempre hay en las personas y en los acontecimientos, aunque sea muy pequeña, y hagámosla crecer, amando y haciendo el bien, para orientar a todos hacia Jesús, que hace realidad nuestro anhelo de realización y felicidad, sin límites y sin final.
+Eugenio Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
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[1] Cf. Sal 28.
[2] Cf. Ángelus 8 de enero de 2017.
[3] Cf. 2ª Lectura: Hch 10, 34-38.
[4] Cf. 1ª Lectura: Is 42, 1-4.6-7.
[5] Cf. Fratelli tutti, 106.
[6] Cf. Citado en Catena Aurea, 4214.
Homilía de nuestro Obispo para la epifanía del Señor

Vimos surgir su estrella y hemos venido a adorarlo (cf. Mt 2,1-12)
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La vida es estupenda y el universo una maravilla. Pero también hay enfermedades, penas, problemas, desilusiones y pandemias. Y un día todo acabará.
Por eso a veces nos rodean las tinieblas de la duda, la confusión, el temor y el desánimo. ¡Pero Dios resplandece para nosotros[1]! ¡Vayamos a su encuentro! Como los magos de Oriente, que al ver su señal se pusieron en marcha para adorarlo.
Seguramente también los magos se sentirían a oscuras muchas veces. Pero eran sabios que miraban más allá de lo inmediato. Así descubrieron que el universo nos habla de Dios. Por eso no se conformaban con saber cómo funcionan las cosas, sino que buscaban al Autor de cuanto existe; al que lo dirige todo con inteligencia y amor; al que le da sentido a la vida; al que nos libera y nos conduce al progreso y la felicidad eterna[2].
¡Y la señal apareció! Ellos, que uniendo fe y razón, ciencia y religión, habían alcanzado una visión más completa de la realidad, supieron percibirla, y se pusieron en marcha para adorar a Jesús. Porque eso es adorar, como explica el Papa: es encontrarse con Jesús; es descubrir que la vida es una historia de amor con Dios; es salir de la esclavitud de uno mismo; es desintoxicarse de lo inútil, poner cada cosa en su lugar, darle el primer puesto a Dios y dejarse transformar con su amor[3].
Los magos vieron al Niño, sin palacio, sin dinero y sin ejército. Pero no se decepcionaron. Sabían que ese tipo poder se acaba. Que lo que Jesús ofrece es una vida plena y eterna. Por eso, con inmensa alegría, le ofrecieron el regalo de su fe. Esa fe que manifestaron con obras, al volver a su tierra por otro camino. Así, como dice san Gregorio Magno, nos dan una gran lección: habiéndonos encontrado con Cristo, hay que cambiar de rumbo[4].
No volvamos a Herodes, símbolo del egoísmo que nos hace superficiales e insensibles, que nos empuja a manipular y dominar a los demás, y que nos hace temerosos ante Jesús, pensando que nos quita algo, cuando en realidad nos lo da todo ¡Nos da a Dios!
Aprendamos de los magos a estar abiertos a lo grande; a saber unir fe y razón, ciencia y religión; a estar atentos a las señales que Dios nos envía a través de las personas y de los acontecimientos; a ponernos en marcha para encontrarlo; a pedir ayuda cuando perdemos su señal.
Entonces lo hallaremos y podremos adorarlo en su Palabra, en la Liturgia, en la Eucaristía y en la oración, y ofrecerle nuestra fe, convirtiéndonos en una estrella que refleje su amor, que libera y salva[5], en casa y en nuestros ambientes. Así nos ayudaremos unos a otros a experimentar que somos amados, que podemos amar y que es posible alcanzar la alegría que nunca terminará.
+Eugenio Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
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[1] Cf. 1ª Lectura: Is 60,1-6.
[2] Cf. 2ª Lectura: Ef 3,2-3.5-6.
[3] Cf. Homilía en la Epifanía del Señor, 6 de enero de 2020.
[4] Cf. Homiliae in Evangelia, 10, 7.
[5] Cf. Sal 71.
Señor Obispo reflexiona sobre la Sagrada Familia

LA SAGRADA FAMILIA
Homilía de
Mons. Eugenio Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
Todos venimos de una familia. Una familia con alegrías y con penas. Una familia que quizá extraña la ausencia de papá, de mamá, de un hijo, de un hermano o de un abuelo. Una familia que probablemente enfrente dificultades y tenga pleitos. Es normal. Porque como dice el Papa, no hay familia perfecta.
Pero seguramente queremos salir adelante ¿Como hacerlo? No dejando que los enojos, las tristezas y las decepciones se nos queden en el alma, porque de lo contrario, nos van a infectar de amargura, resentimiento y deseo de venganza.
María nos da ejemplo. Por eso Simeón le anunció: “ una espada atravesará tu alma”. Porque María, como explica san Agustín, aunque enfrentó la peor de las penas, ver morir a su Hijo único destrozado en la cruz, no permitió que la tristeza se quedara en su alma, sino que dejó que sólo la cruzara.
También José fue capaz de hacerlo. Él, como explica el Papa, supo asumir su responsabilidad y reconciliarse con su propia historia. Porque cuando no lo hacemos, nos convertimos en prisioneros de nuestras espectativas y de las consiguientes decepciones.
Podemos sentir enojo, tristeza y decepción. Pero no permitamos que estos sentimientos se nos queden y nos dominen. Hay que dejarlos pasar. Y solo Dios puede darnos la fuerza para hacerlo.
Por eso debemos aprender de la Sagrada Familia a estar unidos a Dios, que siendo único, es familia: Padre, Hijo y Espíritu Santo. El nos creó para vivir en familia y ser parte de su familia, la Iglesia. Y aunque le fallamos, siguió amándonos y lo dio todo para salvarnos; se hizo uno de nosotros en Jesús a fin de liberarnos del pecado, compartirnos su Espíritu y hacernos hijos suyos.
Solo necesitamos reconocer a Jesús como nuestro salvador, tal y como hicieron Simeón y Ana. Así nos sentiremos familia de Dios. Así nos experimentaremos incondicional e infinitamente amados. Así encontraremos consuelo y fuerza para sortear los obstáculos y seguir adelante, hasta llegar a la meta: la casa del padre, en quien seremos felices por siempre.
Por eso es tan importante que, al igual que María y José llevaron al Niño al templo, los papás lleven a sus hijos a Dios, y así, juntos, como familia, se unan a él, presente en su iglesia, a través de su Palabra, de la Liturgia, de la Eucaristía, de la oración y del prójimo.
Es lo mejor que pueden hacer. Lo demás es importante. Pero esto es fundamental y definitivo. De eso depende la vida presente y futura. Unidos a Dios somos capaces de no rendirnos cuando hay problemas en casa; de amar y de poner de nuestra parte para restaurar lo que se ha dañado.
El amor nos impulsa a honrar a nuestros padres. A sentir pasión por lo que les pasa a los demás. A ser generosos, humildes, amables, pacientes y agradecidos. A saber soportarnos y perdonarnos. Ese es el camino que el Señor nos muestra. Sigámoslo, y nos irá bien.
IV Domingo de Adviento, ciclo B

Concebirás y darás a luz un Hijo (cf. Lc 1, 26-38)
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David, que había alcanzado el éxito, se acordó de que mientras que él vivía en una mansión, el arca e Dios estaba en una tienda de campaña.
Entonces decidió construirle una casa. Pero el Señor le hizo ver que en realidad, todo lo que era y tenía, se lo había dado él, y que estaba dispuesto a darle todavía más: consolidar su descendencia y su reino para siempre[1].
Así es Dios. Es él quien nos lo da todo ¡Hasta más de lo que esperamos! Sin embargo, a veces lo olvidamos. Entonces acabamos creyendo que somos únicamente nosotros los que construimos lo que somos y tenemos. Pero eso nos limita, porque por mucho que nos esforcemos, siempre habrá cosas que nos superen. Entre ellas, la muerte, que entró en el mundo a causa del pecado que la humanidad cometió.
Pero Dios, que nos ama para siempre[2], nos ha echado la mano enviándonos a Jesús, en quien se ha hecho uno de nosotros para liberarnos del pecado, compartirnos su Espíritu y hacernos hijos suyos, partícipes de su vida por siempre feliz, que consiste en amar. Así nos ofrece un futuro. Nos hace posible alcanzar lo que para nosotros es imposible.
Solo necesitamos fiarnos de él y hacer lo que nos pide, como supo hacerlo la Virgen María. A ella, Dios la había creado y elegido para tener parte en su gran proyecto de salvar al universo, asignándole una participación única: concebir por obra del Espíritu Santo y dar a luz a su Hijo, el salvador, cuyo reinado no tendrá fin.
“¿Cómo podrá ser esto –pregunta María–, puesto que yo permanezco virgen?”. “No duda que debe hacerse –explica san Ambrosio–, puesto que pregunta cómo se hará”[3]. María confía en Dios, en su sabiduría, en su omnipotencia, en su bondad y en su amor. Por eso responde al mensajero divino: “He aquí la esclava del Señor, cúmplase en mí lo que me has dicho”.
La respuesta de María, como señala el Papa, expresa disponibilidad y servicio[4]. No pidió garantías. No exigió privilegios. No insistió en que se le predijera el futuro. Hizo lo que Dios le pedía. Hagámoslo también. Entrémosle al proyecto de Dios de salvarnos y de salvar nuestro matrimonio, nuestra familia y al mundo, siendo comprensivos, justos, pacientes, solidarios, serviciales, perdonando y pidiendo perdón.
Quizá nos parezca imposible. Y lo es, si queremos hacerlo solos. Pero Dios está con nosotros. Él, a través de su Palabra, de la Liturgia, de la Eucaristía, de la oración y del prójimo, nos da la fuerza que necesitamos[5]. Solo hace falta que, como María, lo dejemos entrar en nuestras vidas, para que él pueda actuar en nosotros y a través de nosotros ¡Hagámoslo!
+Eugenio Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
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[1] Cf. 1ª Lectura: 2 Sam 7,1-5.8-12.14.16.
[2] Cf. Sal 88.
[3] Catena Aurea, 9134.
[4] Cf. Ángelus, 24 de diciembre de 2017.
[5] Cf. 2ª Lectura: Rm 16,25-27.
III Domingo de Adviento, ciclo B

Vino como testigo, para dar testimonio de la luz (cf. Jn 1, 6-8.19-28)
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Muchas veces, nuestras inseguridades y las presiones sociales nos empujan a aparentar ser lo que no somos y a ocultar lo que sí somos. Por eso copiamos modelos egoístas, superficiales, materialistas, utilitaristas y violentos que la moda presenta como exitosos; y, temiendo estar “fuera de época”, ocultamos nuestra identidad cristiana, con todo lo que eso implica: ser sencillos, comprensivos, justos, solidarios, perdonar y pedir perdón.
¡Qué diferente era Juan! Él sabía muy bien quién era y cuál era su misión. Así, seguro de su identidad, podía relacionarse sanamente con los demás y ayudarlos, de acuerdo a lo que le tocaba. Por eso san Gregorio Magno hace notar que a las preguntas sobre quién era, respondió negando claramente lo que no era, “pero no negó lo que era”[1].
Negó ser el Mesías, pero reconoció ser el enviado por Dios, creador de cuanto existe, para invitar a todos a preparar en sus vidas y en sus ambientes el camino de Aquel que, ungido por el Espíritu del Señor, nos trae la buena noticia de que viene a sanar los corazones arrepentidos, a liberarnos de la cautividad del pecado, y hacernos gozar de la dicha de Dios por toda la eternidad[2].
¿Cómo prepararnos a recibir a quien es capaz de ofrecernos todo esto? Quitando los obstáculos que niegan nuestra identidad y reconociendo lo que somos: hijos de Dios, ungidos con su Espíritu para vivir como Jesús: alegres, dando gracias, discerniendo para elegir lo bueno y conservarnos irreprochables hasta su llegada[3].
Nuestra alegría, como dice el Papa, viene de la certeza de que el desierto de la vida está habitado por Jesús [4], en quien Dios ha puesto sus ojos en nosotros[5], para echarnos la mano a través de su Palabra, de la Liturgia, de la Eucaristía, de la oración y del prójimo, y ayudarnos a preparar en nosotros su camino de modo que, amando y haciendo el bien, ayudemos a la familia y a los demás a hacerlo también.
+Eugenio Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
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[1] In Evang. hom 7.
[2] Cf. 1ª. Lectura: Is 61,1-2.10-11.
[3] Cf. 2ª. Lectura: 1 Tes 5,16-24.
[4] Ángelus, 17 de diciembre de 2017.
[5] Cf. Salmo responsorial, tomado de Lc 1.
II Domingo de Adviento, ciclo B

Preparen el camino del Señor (cf. Mc 1, 1-8)
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La vida es formidable. Pero hay momentos en que el panorama se pone oscuro y no vemos la salida; enfermedades, penas, problemas ¡Tantas cosas! Y ahora, hasta una pandemia que sigue echándonos a perder actividades, planes y proyectos, y que no deja de causar dolor, miedo, incertidumbre y muerte.
Pero en medio de todo eso, hoy escuchamos a Dios que dice: “Consuelen, consuelen a mi pueblo”[1]. ¡Qué maravilla! Aunque parezca lo contrario, él no se olvida de nosotros. Y no solo nos da una “palmadita”, sino que nos anima a seguir adelante haciéndonos ver el futuro inigualable y sin final que nos aguarda junto a él.
Para eso envió a Jesús, que se hizo uno de nosotros para liberarnos del pecado, compartimos su Espíritu y hacernos hijos suyos. ¡Esto es lo celebramos en Navidad! Y ese mismo Jesús, el Héroe de todos los héroes, que está siempre con nosotros echándonos la mano, volverá para culminar la obra que empezó.
Sin embargo, quizá sintamos que se está tardando; que ya debería venir para poner orden definitivamente en todas las cosas y llevarnos adelante. Pero lo que pasa, como explica san Pedro, es que nos tiene mucha paciencia y nos da tiempo para que pongamos de nuestra parte y así pueda hallarnos en paz, con él, con nosotros mismos y con los demás[2].
Por eso, a través del Bautista, nos invita a descubrir que él, a quien nada ni nadie puede compararse, llegará, y prepararnos a recibirlo, elevándonos a Dios a través de su Palabra, de la liturgia, de la Eucaristía y de la oración; rebajando nuestro egoísmo; enderezando nuestras intenciones torcidas; y quitando los obstáculos de la mentira, la manipulación, la injusticia, los chismes, los rencores, la corrupción, la indiferencia y la violencia, que nos hacen tropezar a nosotros mismos y a los demás.
San Jerónimo explica que quien se ama a sí mismo y no ama al prójimo, se aparta del camino, y que quien ama al prójimo pero no se ama sí mismo, se sale del camino[3]. Amémonos a nosotros mismos y dejémonos ayudar por Dios, que es capaz de salvarnos y de hacer que demos fruto[4]. ¿Cuál fruto? Un amor que nos haga llevar su consuelo a la familia y a los demás, especialmente a los más necesitados.
“El Salvador que esperamos –recuerda el Papa– es capaz de transformar nuestra vida… con la fuerza del Espíritu Santo, con la fuerza del amor… La Virgen María vivió en plenitud esta realidad… Que Ella, que preparó la venida del Cristo con la totalidad de su existencia, nos ayude a seguir su ejemplo y guíe nuestros pasos al encuentro con el Señor que viene” [5].
+Eugenio Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
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[1] Cf. 1ª Lectura: Is 40,1-5.9-11.
[2] Cf. 2ª Lectura: 2 Pe 3, 8-14.
[3] Cf. Catena Aurea, 6102.
[4] Cf. Sal 84.
[5] Cf. Angelus, 10 de diciembre de 2017.
I Domingo de Adviento, ciclo B

Velen, pues no saben a qué hora regresará el dueño de la casa
(cf. Mc 13, 33-37)
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Dos amigos acampaban. Y al despertar, uno dice: “Mira hacia arriba y dime qué ves”. “El cielo”, contesta el otro. “Y eso, ¿qué te dice?”, pregunta el primero. “¿Que hay millones de galaxias y de planetas?”, responde preguntando el otro. “¡No!”, grita el primero: “¡Que nos han robado la tienda de campaña!”. Moraleja: hay que estar alerta.
Sí, hay que estar alerta. Porque a nadie le gusta que le quiten sus cosas. Y Dios, que nos ha creado y nos ama, no quiere que perdamos lo más valioso que nos ha regalado: la vida. Por eso, cuando nos dejamos “dormir” por el demonio, que haciéndonos desconfiar del Creador nos robó la paz y la vida, Dios rasgó el cielo y bajó[1], hasta hacerse uno de nosotros en Jesús, para rescatarnos del pecado, compartirnos su Espíritu y hacernos hijos suyos, partícipes de su vida por siempre feliz, que consiste en amar.
Así nos enriqueció de tal manera que no carecemos de ningún don[2]. ¡Esto es lo que celebramos en Navidad! Y para vivir esta gran fiesta de amor, hoy iniciamos un tiempo de entrenamiento especial llamado “Adviento”, en el que Dios, que viene continuamente a echarnos la mano[3], nos ayuda a través de su Palabra, de la Liturgia, de la Eucaristía y de la oración, a comprender que Jesús, que vino a salvarnos y retornó al Padre, nos ha encomendado su casa, esperando que al volver nos encuentre haciendo lo que nos toca.
Sí, él nos ha confiado nuestra vida, nuestro matrimonio, nuestra familia, nuestro noviazgo, nuestros ambientes de vecinos, de amistades, de estudio y de trabajo, nuestra comunidad, nuestra Iglesia, nuestra ciudad, nuestro estado, nuestro país, nuestro mundo, y nuestra tierra, y espera que trabajemos con ganas, amando y haciendo el bien.
“El amor –recuerda el Papa–… nos permite construir una gran familia donde todos podamos sentirnos en casa… la vida no es tiempo que pasa, sino tiempo de encuentro… hemos sido hechos para la plenitud que sólo se alcanza en el amor”[4]. Y esa plenitud Jesús la hará eterna cuando vuelva para llevarnos a gozar por siempre de él.
Por eso, ¡cuidado con quedarnos dormidos, encerrados en nosotros mismos, y mirando a los demás como si fueran cosas que podemos usar, desechar o ignorar! Porque como advierte san Agustín, el día del retorno del Señor encontrará dormido “a todo aquel a quien el último día de su vida le haya encontrado desprevenido”[5].
“El Evangelio –comenta el Papa– no nos quiere dar miedo, sino abrir nuestro horizonte a otra dimensión, más grande” [6]. ¡Sí! Dios, que nos ama y quiere lo mejor para nosotros, nos invita a salir del egoísmo, que nos restringe y nos confina; nos invita a ir más allá de lo inmediato y pasajero; y ser capaces de desarrollarnos infinitamente, abarcando a la familia, a los demás y al mundo entero, hasta alcanzar una vida dichosa, sin límites y sin final. Por eso, ¡a velar y a estar preparados!
+Eugenio Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
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[1] Cf. 1ª Lectura: Is 63, 16-17. 19; 64, 2-7.
[2] Cf. 2ª Lectura: 1 Cor 1, 3-9.
[3] Cf. Sal 79.
[4] Fratelli tutti, 62, 66, 68.
[5] Epístola 80.
[6] Angelus, 27 de noviembre 2016.
Solemnidad de Cristo Rey del Universo, ciclo A

Cuanto hicieron con el más insignificante, conmigo lo hicieron(cf. Mt 25,31-46)
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Como nosotros, santa Juliana de Norwich soñaba con ser feliz. Pero durante toda su vida sufrió el horror de la Guerra de los Cien Años entre Francia e Inglaterra; el doloroso cisma de Occidente, en el que primero dos y luego tres papas se disputaron la autoridad pontificia; la Peste Negra, que diezmó a Inglaterra y provocó una severa crisis económica y social; y padeció una enfermedad gravísima que la puso al borde de la muerte.
Pero Jesús se le manifestó y le dijo: “el pecado es la causa de todo este sufrimiento, pero todo acabará bien, y cualquier cosa, sea cual sea, acabará bien… Puedo transformar todo en bien, sé transformar todo en bien, quiero transformar todo en bien, haré que todo esté bien; y tú misma verás que todo acabará bien”[1].
¡Todo acabará bien! Eso es lo que Jesús, Rey del Universo, nos hace ver en el Evangelio. Aunque parezca que la mentira, la injusticia, la violencia, el sufrimiento y la muerte ganan la batalla, él, que haciéndose uno de nosotros vino a salvarnos y cuidarnos[2], volverá para culminar su obra, aniquilando para siempre todos los poderes del mal y uniéndonos definitivamente al Padre[3], en quien seremos felices por años sin término[4].
¿Qué nos toca hacer para que todo acabe bien para nosotros? Permanecer unidos a Jesús, a través de su Palabra, de la Liturgia, de la Eucaristía, de la oración y de las personas; y, con la ayuda del Espíritu Santo, vivir como enseña: amando y haciendo el bien, teniendo presente que él nos quiere tanto que, como dice el Papa, se identifica con nosotros, sobre todo cuando estamos necesitados, y se hace solidario con quien sufre para suscitar obras de misericordia[5].
Santa Teresa de Jesús lo comprendió. Por eso decía a sus religiosas: “…obras quiere el Señor, y que si ves una enferma a quien puedes dar algún alivio… te compadezcas de ella; y si tiene algún dolor, te duela a tí… tomar trabajo por quitarle al prójimo… No piensen que no ha de costar algo. Miren lo que costó al Señor el amor que nos tuvo, que por librarnos de la muerte, la murió tan penosa en la cruz”[6].
Se trata de imitar a Jesús, y, como señala san Juan Crisóstomo, ser útiles para los demás[7]. Hasta en nuestros momentos más difíciles, como la pandemia que estamos enfrentando, podemos hacer algo por quien padece necesidad, material o espiritual. Así supo hacerlo san Cipriano, quien frente a la peste que asoló a Cartago en el siglo III, se implicó en la asistencia a los enfermos, con esta convicción: “la peste, horrible y mortal, explora la justicia de cada uno” [8]; “…o se muestra misericordia al enfermo y al difunto, o aumentan los delitos de codicia y rapiña”[9].
Cuando no hacemos el bien, hacemos mal. Por eso, contemplando a los que se condenan, san Agustín comenta: “Se hizo digno de la pena eterna, el que aniquiló en sí el bien que pudiera ser eterno”[10]. No seamos de esos. Vivamos de tal manera que, cuando llegue el momento, nuestro Rey Jesús pueda decirnos: “Vengan, benditos de mi Padre; tomen posesión del Reino preparado para ustedes”. Entonces veremos como todo acaba bien.
+Eugenio Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
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[1] Libro de visiones y revelaciones, caps. 27 y 31.
[2] Cf. 1ª. Lectura: Ez 34, 11-12.15-17.
[3] Cf. 2ª. Lectura: 1 Cor 15, 20-26.28.
[4] Cf. Sal 22.
[5] Ángelus, 26 de noviembre 2017.
[6] El castillo interior, Cap. III, 11 y 12.
[7] Homiliae in Matthaeum, hom. 79, 1.
[8] De la mortalidad, 16
[9] A Demetrianum, 10
[10] De civitate Dei, 21, 11.
Homilía para el XXXIII Domingo Ordinario, ciclo A

Demos fruto con los talentos recibidos (cf. Mt 25,14-30)
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A Gianna Beretta, nacida en 1922, Dios le confió ser educada cristianamente por sus padres; estudiar medicina y especializarse en Pediatría; aprender alpinismo y esquí; casarse y ser madre de cuatro hijos. Y ella supo armonizar sus deberes de madre, esposa, médico, ciudadana y cristiana, haciendo además apostolado en la Acción católica y en la Sociedad de San Vicente de Paúl, sirviendo a jóvenes, ancianos y necesitados, hasta que dio su vida para salvar a su última hija. Así llegó a la casa del Padre a los cuarenta años de edad.
También a Carlo Acutis, nacido en 1991, el Señor le confió la fe, simpatía, inteligencia, habilidad para las nuevas tecnologías. Y él, desde que recibió la Primera Comunión, iba a Misa todos los días, oraba ante del Sagrario y rezaba el Rosario. Daba testimonio en casa, la escuela y en sus ambientes. Incluso su mamá, que había estado alejada de la fe, reconoce: “Carlo fue mi salvación”. Carlo usaba la informática para evangelizar. Ayudaba a inmigrantes, discapacitados, niños y mendigos. Decía: “Nuestra meta debe ser el infinito, no lo finito”. Y ahí llegó a los quince años, tras padecer leucemia fulminante.
Como a ellos, Dios nos ha confiado muchas cosas: la creación, la vida, el cuerpo, el alma, la inteligencia, la voluntad, la libertad, sentimientos, amor, la familia, amigos, la sociedad, la Iglesia, los dones que nos ha concedido. “Se fía de nosotros –dice el Papa–… No lo decepcionemos” [1]. Mantengámonos despiertos y demos fruto[2] ¿Cómo? Permaneciendo unidos a Jesús[3], a través de su Palabra, de la Liturgia, de la Eucaristía y de la oración.
Así podremos seguir sus caminos[4], abriendo la mano a todos, especialmente a los más necesitados[5]. Esto es lo que él nos pide a través de la parábola del hombre que antes de partir de viaje encargó sus bienes a sus servidores de confianza, esperando que dieran fruto a su regreso ¿Cuál es la clave para hacerlo? El amor.
Ese amor que hace llevar la vida a plenitud, cuidando la salud física, sexual, emocional, intelectual, moral y espiritual. Ese amor que nos hace valorar a la familia y darle lo mejor de nosotros. Ese amor que impulsa a progresar y a fomentar las capacidades económicas y tecnológicas a fin de hacer crecer los bienes y la riqueza para compartirlos con todos[6]. Ese amor que nos anima a promover la vida, la dignidad y los derechos de toda persona, y a custodiar la casa común, que es la tierra.
Quien vive así, entrará en el gozo eterno del Señor. En cambio, el que no tiene amor y justifica su egoísmo diciendo que Dios es demasiado exigente, perderá todo para siempre, como explica san Gregorio[7].
Ahora que la pandemia nos hace sentirnos a necesitados y débiles, demos fruto con lo que Dios nos ha confiado, tendiendo la mano a la familia y a los que nos rodean, especialmente a los que más lo necesitan, como pide el Papa en esta Jornada mundial de los pobres, descubriéndonos parte del mismo destino[8].
+Eugenio Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
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[1] Ángelus, 16 de noviembre de 2014.
[2] Cf. 2ª Lectura: 1 Tes 5,1-6.
[3] Cf. Aclamación: Jn 15, 4.5.
[4] Cf. Sal 127.
[5] Cf. 1ª Lectura: Prov 31,10-13.19-20.30-31.
[6] Cf. Fratelli tutti, 123.
[7] Cf. SAN GREGORIO MAGNO, Homiliae in Evangelia, 9,6.
[8] Cf. Mensaje para la Jornada mundial de los pobres, 15 de noviembre 2020.
Homilía para el XXXII Domingo Ordinario, ciclo A

Las jóvenes prudentes (cf. Mt 25,1-13)
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Como muchos de nosotros, san Agustín experimentó la pena de perder a sus seres queridos. “El dolor ensombreció mi corazón –recuerda–… Me convertí en un oscuro enigma para mí mismo…
La vida me era insoportable, pero tenía miedo de morir”[1]. Pero encontró lo que tanto buscaba: la sabiduría, que es radiante y no se termina[2]: a Dios, que en Jesús se hizo uno de nosotros para liberarnos del pecado y unirnos a él, que hace la vida por siempre feliz[3].
Así, iluminado por la Sabiduría, san Agustín creyó en Jesús, muerto y resucitado, por quien Dios lleva consigo a los que han muerto[4]. Entonces, mirando todo con claridad, pudo exclamar: “Dichoso el que te ama… pues el único que no pierde a sus seres queridos es el que los quiere y los tiene en Aquel que no se pierde”[5].
¡Sí! Gracias a Jesús, que amando hasta dar la vida nos ha liberado del pecado y de la muerte, nos espera una vida por siempre feliz. “¡Cuál no será tu gloria y tu dicha! –dice san Cipriano de Cartago–: ser admitido a ver a Dios… gozar en el Reino de los cielos en compañía de los justos… las alegrías de la inmortalidad alcanzada”[6].
Sin embargo, a nosotros toca estar preparados, como enseña Jesús a través de la parábola de las diez jóvenes invitadas a la fiesta de bodas, de las cuales cinco, aunque tenían la lámpara de la fe, no tenían el aceite del amor para alimentarla[7], y cuando llegó el novio se quedaron fuera, mientras que las otras, que sí lo tenían, entraron al banquete.
Lo que se juega es tan grande, que, como dice el Papa, debemos colaborar con la gracia de Dios ahora[8]. Así lo comprendió santa Fabiola. Por eso se dedicó con entusiasmo a conocer la Palabra de Dios, a recibir los sacramentos, y a ayudar a los más necesitados. “Ella –dice san Jerónimo– fue la primera que fundó un hospital para recoger a los enfermos de las plazas públicas… ¡Cuántas veces lavó las llagas, que otros ni se hubieran atrevido a mirar!… Y como en todo momento se estaba preparando, la muerte no pudo hallarla desprevenida” [9].
¿Y nosotros? ¿Estamos preparados? No nos descuidemos. Es lo más importante en la vida, lo definitivo. Alimentemos la lámpara de la fe que Dios nos ha regalado con el amor; amándolo a él y recibiendo su amor a través de su Palabra, de la Liturgia, sobre todo de la Eucaristía, y de la oración; y amando y haciendo el bien a la familia, a los amigos, a los vecinos, a los compañeros, a los más necesitados.
Hagámoslo, teniendo presente aquello que decía san Gregorio: “al que tiene la firme decisión de llegar a término ningún obstáculo del camino puede frenarlo en su propósito. No nos dejemos seducir por la prosperidad, ya que sería un caminante insensato el que, contemplando la amenidad del paisaje, se olvidara del término de su camino”[10].
+Eugenio Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
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[1] Confesiones, Libro IV, Cap. IV, 3 – VI, 1.
[2] Cf. 1ª Lectura: Sb 6, 12-16.
[3] Cf. Sal 62.
[4] Cf. 2ª Lectura: 1 Tes 4,13-18.
[5] Confesiones, Libro IV, Cap. IX, 1
[6] Ep. 56,10.
[7] Cf. San Hilario, In Matthaeum, 27.
[8] Cf. Ángelus, 12 de noviembre de 2017.
[9] Carta 77, 6. 9.
[10] Homilía 14, 6.
SOLEMNIDAD DE TODOS LOS SANTOS

Alégrense, porque su premio será grande en los cielos (cf. Mt 5, 1-12)
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A santa Juliana de Norwich le tocó una época muy difícil: la Guerra de los Cien Años entre Francia e Inglaterra; el cisma de Occidente, que sumergió a la Iglesia en una terrible crisis y división; y la Peste Negra, que mató a casi la mitad de la población.
Pero siguió adelante, amando y haciendo el bien, alentada por estas palabras que le dirigió Jesús: “todo acabará bien… sea lo que sea, acabará bien”[1].
“Todo acabará bien”. Esa es la gran esperanza que nos anima hoy en la celebración de todos los santos, entre los que, como dice el Papa, pueden estar familiares y amigos que, a pesar de sus imperfecciones y caídas, siguieron adelante, y ahora que han llegado a Dios nos siguen queriendo y nos echan la mano intercediendo por nosotros[2].
Contemplar esa multitud que ha alcanzado la meta[3], nos anima, porque nos hace ver que a pesar de todo el mal que hay en el mundo y de todas las penas y problemas, todo pasará y al final vencerá el amor, que en definitiva es Dios, quien hace triunfar para siempre el bien y la vida.
Para eso el Padre, creador de todo, envió a su Hijo, que, haciéndose uno de nosotros y amando hasta dar la vida, derrotó al pecado y a la muerte, nos compartió su Espíritu y nos hizo hijos de Dios, dándonos así la posibilidad de participar de su vida por siempre feliz. A nosotros toca ir a Jesús[4], unirnos a él a través de su Palabra, de la Liturgia, sobre todo de la Eucaristía, y de la oración, y seguir el camino que nos enseña: el amor.
Ese amor que nos lleva a reconocer que necesitamos de Dios, y, como explica el Papa, dejarle entrar en nuestra vida[5]. Así, con su luz, podremos mirar la totalidad de lo real y descubrir que, como señala san Hilario, con nuestros pecados nos degradamos a nosotros mismos, a los demás y a la tierra[6]. Entonces podremos arrepentirnos y mejorar, haciéndonos más sensibles y amables con los que nos rodean.
De esta manera sentiremos hambre y sed de Dios y de hacer el bien, como señala el Papa[7], siendo misericordiosos y manteniéndonos limpios de aquello que nos aleja de él, de nosotros mismos y de los demás[8]. Entonces, libres del egoísmo, estaremos en paz con nosotros mismos y llevaremos paz a la familia y a los que nos rodean, perdonando las ofensas y reconciliando a los que están enemistados, como hacía santa Mónica, que oía a ambas partes y solo decía aquello que podía servir para reconciliarlas[9].
Este es el camino que hace la vida plena y eterna. Sin embargo, no faltarán persecuciones internas, las del propio egoísmo, y externas, las de un mundo que nos ofrece y hasta nos presiona para que sigamos caminos muy diferentes. Pero si ponemos nuestra esperanza en Dios y vivimos como enseña[10], no dudemos que nuestro premio será grande en los cielos, donde todo, sea lo que sea, acabará bien.
+Eugenio Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
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[1] Libro de revelaciones, 13.
[2] Cf. Gaudete et exsultate, 3.
[3] Cf. 1ª Lectura: Ap 7, 2-4. 9-14.
[4] Cf. Aclamación: Mt 11, 28.
[5] Gaudete et exsultate, 68.
[6] Cf. In Matthaeum, 4.
[7] Cf. Audiencia 11 de marzo 2020.
[8] Cf. Sal 23.
[9] Cf. San Agustín, Confesiones, L IX, Cap. IX, 2.
[10] Cf. 2ª Lectura: 1 Jn 3,1-3.
Homilía para el XXX Domingo Ordinario, ciclo A

Amarás a Dios con todo tu ser, y a tu prójimo como a ti mismo (cf. Mt 22, 34-40)
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El tiempo es limitado. Por eso, muchos atletas preguntan a los expertos qué ejercicio es el mejor de todos para lograr buenos resultados. Y lo mismo deberíamos preguntar respecto de algo mucho más integral, necesario y definitivo: ¿Qué es lo más importante para ser felices por siempre?
Hoy Jesús nos da la respuesta. Lo hace al contestar a la pregunta del fariseo sobre el mandamiento más grande de la ley. Le ayuda a ver, como explica el Papa, “aquello que verdaderamente cuenta”[1]: el amor, que en definitiva es Dios. Ese Dios que nos ha creado a imagen suya, con la capacidad y la responsabilidad de recibir y dar amor. Por eso, solo quien ama se une a él; solo quien ama se realiza; solo quien ama construye una familia y un mundo mejor; solo quien ama es feliz para siempre.
Esa es la razón por la que Jesús enseña que el camino es uno: el amor; amar a Dios con todo nuestro ser, y amar al prójimo como a nosotros mismos. “¿Quieres amarte a ti mismo?”, pregunta san Agustín, y responde: “Ama a Dios con todo tu ser, pues allí te encontrarás a ti, para que no te pierdas en ti mismo”[2].
Amarnos a nosotros mismos es buscar nuestro verdadero bien ¿Y quién mejor que Dios, que nos ha creado, sabe lo que nos conviene? Él nos ha dado la existencia; y cuando nos deformamos a causa del pecado que cometimos, envió a Jesús para que, haciéndose uno de nosotros y amando hasta dar la vida, nos restaurara, nos compartiera su Espíritu y nos hiciera hijos suyos, partícipes de su vida por siempre feliz, que consiste en amar.
Sí, Dios nos ama. Está de parte nuestra. Confiemos en él. Amémosle y hagámosle caso[3]. Dejémosle que nos abrace a través de su Palabra, de la Liturgia –especialmente de la Eucaristía– y de la oración. Así él, que es nuestra fuerza[4], nos hará capaces de amarnos a nosotros mismos y de vivir con dignidad, amando al prójimo, como a nosotros mismos, buscando el bien de los demás[5].
No hagamos sufrir a nadie. No oprimamos. No explotemos. No lucremos con ninguna persona, especialmente con los más necesitados[6]. Y cuando las tentaciones nos inquieten, los problemas nos agobien y alguien nos pague mal, miremos más allá; la eternidad que nos aguarda, y sigamos adelante, amando y haciendo el bien.
+Eugenio Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
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[1] Ángelus, 29 de octubre de 2017.
[2] Sermón 179 A.
[3] Cf. Aclamación: Jn 14, 23.
[4] Cf. Sal 18.
[5] Cf. 2ª Lectura: 1 Tes 1,5-10.
[6] Cf. 1ª Lectura: Ex 22, 20-26.
Homilía para el XXIX Domingo Ordinario, ciclo A

Den al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios(cf. Mt 22, 15-21)
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Cuentan que en una ocasión Napoleón Bonaparte pidió al cochero –llamado César– que le dejara llevar las riendas. Pero apenas tiró de ellas, los caballos salieron a todo galope y chocaron contra una reja. Entonces Bonaparte exclamó: “Es sabido que hay que dar al César lo que es del César… que el cochero César siga tirando de las riendas”.
Esta anécdota nos ayuda a comprender la importancia de dar a cada quien su lugar en el viaje de la vida personal, matrimonial, familiar y social. Y nadie mejor que Dios para conducirnos hacia el auténtico progreso y la felicidad eterna. Por eso Jesús nos dice: “Den al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios”.
Sin embargo, hay quienes manipulan esta frase para excluir a Dios de la vida pública, obligando a los creyentes a relegar su fe a la intimidad personal, sin influencia alguna en la vida social[1]. Esto ha provocado que muchos no encuentren sentido a la vida y no vean más futuro que el momento presente; ha incentivado un desarrollo científico, político y económico, al que solo le interesa saber cómo funcionan las cosas y las personas para descubrir qué botón accionar a fin de obtener lo que buscan, sin preguntarse por la causa que lo origina todo, ni su porqué, ni su para qué.
Así se ha llegado a pensar que se vale hacer aquello que sea técnicamente posible, sin importar las consecuencias en las personas y en el medioambiente; que se vale usar a la gente y descartarla, sumiéndola en soledad, injusticia, pobreza, corrupción, contaminación, violencia y muerte.
Ante esos seductores que ponen trampas para su beneficio, Jesús, como explica el Papa, nos hace ver que es justo que nos sintamos plenamente ciudadanos del Estado –con derechos y deberes–; y al mismo tiempo, que nos demos cuenta que Dios, creador de cuanto existe, es Señor de todas las cosas, por lo que debemos comprometernos concretamente con la familia y la sociedad, iluminándolas con la luz que viene de Dios[2].
“Fuera de mí no hay Dios”, dice el Señor a Ciro, revelándole que es él quien le ha dado poder[3] ¡Todo viene de Dios, que gobierna con inteligencia y amor todas las cosas[4]! Comprendiéndolo, démosle lo que le corresponde, uniéndonos a él a través de su Palabra, de la liturgia –sobre todo de la Eucaristía– y de la oración, y viviendo como enseña; amando y haciendo el bien, conscientes de que, como decía san Agustín: “si el César busca su imagen en la moneda, ¿no ha de buscarla Dios en nosotros, a quienes hizo imagen suya[5]?”
Por eso, urge ayudar a que todos tengamos las cosas claras, iluminando al mundo con la luz del Evangelio, reflejada en nuestras vidas[6] ¡Esa es la misión que Jesús nos ha confiado! ¿Cómo hacerlo? Procurando que la fe se manifieste en nuestras obras, perseverando, a pesar de las dificultades, fiados en la esperanza de vida plena y eterna que nos da Jesús[7].
A esto nos anima el Domingo Mundial de las Misiones, que hoy celebramos, y en el cual, como dice el Papa, en medio de la pandemia que nos aqueja, resuena la voz del Señor que, frente a tantas necesidades, pregunta: “¿A quién enviaré?”. Seamos generosos, y con nuestra oración, con nuestra vida y con nuestra ayuda económica, respondamos a su amor con amor, diciéndole: “¡Aquí estoy, mándame a mí!” [8]
+Eugenio Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
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[1] Cf. Evangelii gaudium, 183.
[2] Cf. Ángelus, 22 de octubre 2020.
[3] Cf. 1ª Lectura: Is 45, 1.4-6.
[4] Cf. Sal 95.
[5] Sermón 229 V.
[6] Cf. Aclamación: Flp 2, 15.16.
[7] Cf. 2ª Lectura: 1 Tes 1,1-5.
[8] Cf. Mensaje para la Jornada Mundial de las Misiones 2020.
Homilía para el XXVIII Domingo Ordinario, ciclo A

Los invitados al banquete de bodas (cf. Mt 22, 1-14)
…
La gente de Roma estaba sorprendida; Fabiola, una viuda que provenía de una familia rica e importante, y que hasta entonces no había estado cerca de Dios, recapacitando sobre sí misma, se inscribió entre los penitentes. Y después de recibir la comunión, destinó sus bienes a los pobres y fundó el primer hospital en Occidente.
“¡Cuántas veces cargó sobre sus hombros a enfermos invadidos por la ictericia o la gangrena! –comenta san Jerónimo– ¡Cuántas lavó las llagas, que otros ni se hubieran atrevido a mirar!”[1].
Santa Fabiola descubrió que Dios, que nos ha creado, nos ama tanto, que envió a Jesús para que, liberándonos de las cadenas del pecado que nosotros mismos nos pusimos, nos compartiera su Espíritu y nos condujera al banquete eterno de su amor[2], en el que enjugará nuestras lágrimas, destruirá la muerte, y nos hará felices por siempre[3].
Fabiola comprendió la grandeza sin igual de lo que Dios le ofrecía[4]. Y aceptando la invitación al banquete divino, se entregó con pasión a la oración, a la penitencia, al conocimiento de la Palabra de Dios[5], y procuró estar siempre preparada, vistiendo el traje adecuado ¿Cuál es ese traje? Responde san Gregorio: el amor[6]. Ese amor que, como dice el Papa, permite construir una gran familia donde todos nos sintamos en casa; ese amor que que impulsa a amar al otro, y que nos mueve a buscar lo mejor para su vida[7].
Y nosotros, ¿cómo respondemos a la invitación de Dios? ¿Le hacemos caso? ¿O tenemos otras prioridades? ¿Cómo reaccionamos ante sus mensajeros, que pueden ser papá, mamá, la esposa, el esposo, un hijo, un hermano, un amigo, una catequista, un misionero, una religiosa, un seminarista o un sacerdote? ¿Descubrimos detrás de su invitación a Misa, al catecumenado, a un curso, a un grupo o a un apostolado, que Dios nos ama y se interesa por nosotros? ¿O los ignoramos y hasta los maltratamos?
¡Cuidado! Porque cuando despreciamos las ayudas que Dios nos envía nos estamos pareciendo a aquel mosquito al que su mamá le advertía: “Vuela con cuidado, porque hay muchos peligros”. Pero éste contestaba: “¡Mentira! Cuando vuelo todos me aplauden” ¡No se daba cuenta que la gente no le aplaudía sino que trataba de aplastarlo!
A pesar de que seamos testarudos, Dios, que nunca deja de amarnos, nos sigue invitando de muchas maneras al banquete de su amor, que hace la vida por siempre feliz. Hagámosle caso. Démonos la oportunidad de participar, vistiendo desde ahora el traje del amor, que debemos llevar siempre, en casa, en la escuela, en el trabajo ¡en todas partes! Ese amor que es comprender, ser pacientes, justos, serviciales, perdonar y pedir perdón.
¿Qué es difícil? Sí. Pero, como recuerda san Pablo, Dios remedia espléndidamente nuestras necesidades[8]. A través de su Palabra, de la Liturgia, sobre todo de la Eucaristía, y de la oración, Jesús nos ayuda con la gracia de su Espíritu a vestir el traje del amor a Dios y al prójimo, para que podamos participar desde ahora en aquel banquete que hace la vida feliz en esta tierra y felicísima por siempre en el cielo.
Mons. Eugenio Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
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[1] Carta 77, 4-6.
[2] Cf. Sal 22.
[3] Cf. 1ª. Lectura: Is 25, 6-10.
[4] Cf. Aclamación: Ef 1, 17-18.
[5] Cf. Carta 77, 7.
[6] Homiliae in Evangelia, 38.
[7] Cf. Fratelli tutti, 62. 94
[8] Cf. 2ª. Lectura: Flp 4, 6-9.
Homilía para el XXVII Domingo Ordinario, ciclo A

Los viñadores asesinos (cf. Mt 21,33-43)
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Pedro Bernardone –relata san Buenaventura– llevó a su hijo Francisco ante el obispo para que renunciara a su herencia. Estaba furioso porque el muchacho había vendido las telas de su negocio para reparar la Iglesia de San Damián y ayudar a los pobres.
Entonces, Francisco se quitó todos sus vestidos hasta quedar completamente desnudo, y se los entregó a su padre, diciendo: “Hasta ahora te he llamado padre en la tierra, pero de aquí en adelante puedo decir con absoluta confianza: Padre nuestro, que estás en los cielos, en quien he depositado todo mi tesoro y toda la seguridad de mi esperanza”[1].
El fracaso en una campaña militar, el haber caído prisionero y la enfermedad, hicieron que el hasta entonces joven, rico y mundano Francisco de Asís comprendiera de verdad aquello que enseña la Sagrada Escritura y la Sagrada Tradición: que Dios, creador de cuanto existe, es el dueño de todas las cosas, y que lo hace todo por nosotros para que demos fruto[2]. ¿Qué fruto? Amar y hacer el bien, para ser felices por siempre con él.
Pero a veces, como los viñadores de la parábola, lo hacemos a un lado y nos apropiamos de lo que nos ha dado, como si fuera exclusivamente nuestro y solo para nosotros. Entonces todo termina por derrumbarse. Porque construir sin una base que sostenga la vida personal, la familia, el trabajo, el estudio y la sociedad, hace que todo se venga a bajo, tarde o temprano. De eso quiere prevenirnos Jesús.
Él nos hace ver que todo proviene de Dios. Es él quien nos ha dado la vida, el cuerpo, los afectos, la inteligencia, la voluntad, el alma inmortal, la familia, los amigos, la sociedad y el medioambiente. Es él quien hace posible la cultura, la ciencia, la tecnología.
Cuando pensamos que todo es solo fruto de nuestro talento y esfuerzo, llegamos a creer que para salir adelante hay que se egoístas y usar a los demás, como objetos de placer, de producción o de consumo. Así, haciendo ciencia, política, economía y tecnología sin ética, plagamos al mundo de injusticia, corrupción, pobreza, violencia y contaminación; desintegramos a la familia, y nos condenamos a la soledad y el sinsentido.
Pero Dios no nos abandona; envía mensajeros, y hasta a su propio Hijo, para ayudarnos a enderezar el camino. Así, como dice el Papa, nos demuestra que quiere perdonarnos, abrazarnos e invitarnos a ser una viña rica de frutos para todos, ofreciendo a la familia y a los que nos rodean, especialmente a los más necesitados, el vino nuevo de la misericordia del Señor[3].
¿Cómo dar fruto? Pidiendo ayuda a Dios[4], a través de su Palabra, de la Liturgia –especialmente la Eucaristía–, y de la oración, y poniendo en práctica todo lo que sea virtud[5], teniendo presente aquello que dice san Rabano Mauro: “a cada uno se le entrega su viña para que la cultive con el don de la gracia… que el soberbio menosprecia y el humilde recoge”[6]. Con esta convicción, digamos con san Francisco de Asís: “Señor, eres sumo bien, eterno bien, del cual viene todo bien, sin el cual no hay ningún bien” [7].
+Eugenio Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
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[1] Leyenda Mayor 2,4.
[2] Cf. 1ª. Lectura: Is 5,1-7.
[3] Cf. Ángelus, 8 de octubre de 2017.
[4] Cf. Sal 79.
[5] Cf. 2ª Lectura: Flp 4,6-9.
[6] Cf. en Catena Aurea, 5133.
[7] Exposición del Padre Nuestro, 2.
Homilía para el XXVI Domingo Ordinario, ciclo A

El segundo hijo se arrepintió y fue (cf. Mt 21, 28-32)
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Dios, que nos ha creado, nos ama. Por eso envió a Jesús para que nos rescatara de nuestro pecado, nos compartiera su Espíritu, nos hiciera hijos suyos y nos mostrara el camino para unirnos a él y ser felices por siempre: vivir como nos enseña y trabajar como nos pide, en casa, en nuestros ambientes y en el mundo.
¿Qué le respondemos? Eso es lo que Jesús nos invita a examinar a través de la parábola de los dos hijos a los que el padre les pide trabajar en su viña. Así, al igual que hizo con los sumos sacerdotes y los ancianos, nos propone juzgarnos a nosotros mismos, como explica san Jerónimo[1]. Lo hace, porque es bondadoso y nos indica el camino[2].
¿Somos como el hijo que respondió “sí”, pero no hizo lo que el padre le pedía? Éste, como señala el Papa: “contradijo el decir con el hacer”[3]. Eso sucede cuando conocemos la Palabra de Dios, vamos a Misa y rezamos, pero no estamos dispuestos a ser coherentes, a comprender a los demás, a ser pacientes, solidarios y serviciales, a perdonarlos y a pedirles perdón. Esa era la situación de los sumos sacerdotes y los ancianos. “No estaban equivocados en el concepto –explica el Papa–, sino en el modo de vivir y pensar”[4].
¿Somos como el hijo que respondió “no”, pero se arrepintió e hizo lo que el padre le pidió? Éste, dice san Jerónimo, enmendó con sus obras su rebeldía[5]. “La clave –recuerda el Papa– es arrepentirse… transformar un no a Dios… en un sí”[6]. Quien se arrepiente del mal que hizo y practica el bien, salva su vida[7]. Y practicar el bien es hacer lo que Dios nos pide: tener los sentimientos de Cristo, y buscar el interés de los demás[8].
Así supo hacerlo san Agustín, quien, habiendo sido educado desde pequeño en la fe, se alejó de Dios y comenzó a sentir vergüenza de no ser desvergonzado. “Anduve como despedazado –escribe– mientras lejos de ti vivía en la vanidad”[9]. Hasta que, guiado por el obispo san Ambrosio, descubrió la verdadera fe católica.
Entonces, tras muchas luchas interiores, le dijo “sí” a Dios, al que antes le había dicho “no”. “Tenía mayor poder sobre mí lo malo acostumbrado que lo bueno desusado”, reconoce. Pero confiando en la ayuda de Dios, decidió: “¿por qué no poner fin ahora mismo a todas mis maldades?”[10].
Unidos a Dios, construyamos la familia, la Iglesia y la sociedad que él quiere y todos soñamos. Si hasta ahora no lo hemos hecho, no nos quedemos estancados. Salgamos adelante, sabiendo escuchar, examinarnos, arrepentirnos y hacer el bien ¡Así escribiremos una nueva historia!
+Eugenio Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
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[1] En Catena Aurea, 5128.
[2] Cf. Sal 24.
[3] Homilía, 1 de octubre 2017.
[4] Ídem.
[5] Catena Aurea, 5128.
[6] Homilía, 1 de octubre 2017.
[7] Cf. 1ª Lectura: Ez 18, 25-28.
[8] Cf. 2ª Lectura: Flp 2,1-11.
[9] Confesiones, L II, III, 1; L III, VIII, 4.
[10] Ibíd., L VIII, XI, 1-3; XII, 1.
Homilía para el XXV Domingo Ordinario, ciclo A

Vayan también ustedes a mi viña (cf. Mt 20, 1-16)
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Cipriano la pasaba bien; tenía dinero, placeres y prestigio social. Pero se dio cuenta que todo eso es superficial y pasajero, y que además, muchas cosas en el mundo andaban mal: la ambición de los que despojan a los pobres y no comparten nada con los necesitados, con sus amigos, ni con su propia familia; el enseñar que se puede hacer lo que no está bien:
“Cuanto más hábil en indecencias –comenta–, más aplausos recibe”[1]. Y comprendió las consecuencias: injusticia, corrupción, delincuencia, fraudes y guerras.
Pero a los 35 años encontró a Jesús a través de su Evangelio, y todo cambió: “Cuando me encontraba postrado en las tinieblas –escribe–, me parecía muy difícil hacer lo que la misericordia de Dios me proponía… Estaban demasiado arraigados en mí los errores de mi vida pasada… me arrastraban los vicios, tenía malos deseos… Pero con el bautismo… un segundo nacimiento me restauró… se hizo posible lo que creía imposible”[2].
Entonces comenzó a trabajar en la viña de Dios, amando y haciendo el bien. Y no se echó para atrás cuando, elegido sacerdote y luego obispo, tuvo que enfrentar dos persecuciones imperiales y la plaga de peste que asoló Cartago en el siglo III. “No hay medida alguna –decía– en los bienes que recibimos de Dios… Entonces podemos… ayudar a los que sufren… y construir la paz”[3].
San Cipriano nos demuestra que nunca es tarde para responder a la llamada de Dios, que viene permanentemente a nuestro encuentro y, como explica san Gregorio, nos invita, en cualquier etapa de la vida, a trabajar en su viña[4]. ¿Cuál viña? Nuestra familia, la Iglesia, la escuela, el trabajo, la ciencia, la tecnología, la economía, la política, la cultura, el arte, el deporte, el medioambiente, ¡el mundo entero!
Algunos comenzaron a trabajar en la viña de Dios a temprana edad, como santo Domingo Savio, santa Jacinta Marto y santa Laura Vicuña; otros en su adolescencia, como san José Sánchez del Río; otros en su juventud, como san Felipe de Jesús y santa Pelagia; y algunos siendo adultos, como santa Fabiola y san Ignacio de Loyola.
Nunca es demasiado temprano o muy tarde para trabajar en la viña de Dios, como enseña Jesús en la parábola de los trabajadores, donde, como señala el Papa, nos hace ver que Dios nos llama a todos y nos ofrece la misma recompensa: la salvación, la vida eterna, que él nos ha ganado con su encarnación, su vida, su pasión, su muerte y su resurrección[5].
Dios es bueno[6]. Escuchemos su invitación. Trabajemos en su viña viviendo como enseña el Evangelio: amando y haciendo el bien[7]. Y aunque el trabajo sea difícil y largo, tarde o temprano tendrá resultado. Porque así como aventajan los cielos a la tierra, así aventajan los caminos de Dios a los nuestros[8] ¡Conducen a una vida por siempre feliz!
Unidos al Señor a través de su Palabra, de sus sacramentos –sobre todo la Eucaristía–, y de la oración, trabajemos en casa y en nuestros ambientes, siendo comprensivos, justos, pacientes, solidarios, serviciales, perdonando y pidiendo perdón. Así recibiremos la recompenza de una vida plena en esta tierra y eternamente feliz en el cielo.
+Eugenio Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
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[1] A Donato, 8.
[2] Ibíd., 3-4.
[3] Ibíd., 5.
[4] Cf. Homiliae in Evangelia, 19,1.
[5] Cf. Ángelus, 24 de septiembre de 2017.
[6] Cf. Sal 144.
[7] Cf. 2ª Lectura: Flp 1, 20-24.27.
[8] Cf. 1ª Lectura: Is 55, 6-9.
Homilía para el XXIV Domingo Ordinario, ciclo A

¿Cuántas veces tengo que perdonar? (cf. Mt 18, 21-35)
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León Tolstoi cuenta que dos niñas jugaban en un charco, cuando una de ellas, Melania, tropezó y manchó el vestido nuevo de su amiga Akutina, cuya mamá, al verla, le gritó enojada. Temiendo el regaño, Akutina dijo: “Ha sido Melania”. Entonces, la mujer le dió un coscorrón a Melania. Al ver esto, la mamá de la niña gritó: “¿Por qué le pegas a mi hija?”. Y las mujeres comenzaron a discutir y a insultarse. Llegaron los vecinos, y pronto todos gritaban y se emujaban.
Hasta que la abuela de Akulina se percató de que su nieta había limpiado su vestido y estaba jugando de nuevo con su amiga. Entonces dijo a la gente: “Están peleando por causa de estas dos niñas, cuando ellas se han olvidado de todo y juegan. Son más inteligentes que ustedes”[1].
Efectivamente, aquellas niñas fueron inteligentes; no dejaron que algo del pasado, que ya no se podía cambiar, arruinara su presente y cancelara su futuro. Perdonaron y siguieron adelante. Eso es a lo que nos invita Jesús. Porque él, que nos ama y ha dado la vida para perdonarnos y hacernos felices por siempre, no quiere que vivamos prisioneros del pasado, con la herida abierta y sangrante del rencor, que, como decía san Juan Pablo II, se convierte en fuente de venganza y de nuevas ruinas[2].
Sin duda, más de una vez nos han hecho daño. Y quizá uno muy grande. Pudo ser un familiar, la pareja, una amistad, un compañero, un maestro, un jefe u otra persona. A lo mejor lo hizo sin darse cuenta, o quizá con toda intención. Pero si dejamos que esa herida siga abierta, nos va a desgastar, nos va infectar de amargura, y hasta puede hacer salir la pus del odio y la revancha.
Cerremos esa herida con el perdón, aunque la cicatriz permanezca. Hagámoslo, teniendo presente que el perdón no niega la verdad y la justicia ¡La exigen! Esa verdad y esa justicia que nos permiten reconocer que muchas veces también nosotros hemos lastimado a otros, inconsciente o conscientemente. Y si somos capaces de ponernos en sus zapatos, de hacer nuestro el dolor que les provocamos, sentiremos la necesidad de ser perdonados.
Sí, muchas veces fallamos ¡Hasta a Dios lo hemos ofendido! Pero él no nos ha tratado como merecían nuestras culpas[3], sino que se hizo uno de nosotros en Jesús para rescatarnos del lío en que nos metimos, perdonándonos y uniéndonos a él, en quien somos felices por siempre. Y aunque volvamos a fallarle, siempre nos perdona y nos recuerda el camino de la dicha: amarnos los unos a otros, como él nos ha amado[4].
Dios nos ama y nos perdona. Así nos demuestra que es posible perdonar ¡Es por nuestro bien! Estamos de paso. Somos peregrinos hacia el cielo, a donde se llega por el camino del amor. Por eso el Sirácide aconseja: “Piensa en tu fin y deja de odiar… Perdona la ofensa a tu prójimo y se te perdonarán los pecados cuando lo pidas”[5].
Todos, como recuerda san Agustín, tenemos deudas con Dios, y a la vez, también con el prójimo[6]. Dios nos ha perdonado, porque nos ama ¡Querámonos también! No permitamos que los males del pasado nos amarguen el presente y el futuro. Vivamos la experiencia liberadora del perdón ¿Qué es difícil? ¡Claro! Pero es más difícil vivir con la herida abierta del rencor. Somos de Cristo[7], y si lo dejamos, él nos ayudará con la fuerza de su Espíritu a perdonar, como el Padre Dios nos perdona a nosotros.
+Eugenio Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
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[1] Melania y Akutina, ciudadseva.com.
[2] Cf. Mensaje para la XXX Jornada Mundial de la paz, 1997, 1 y 3.
[3] Cf. Sal 102.
[4] Cf. Aclamación: Jn 13, 34.
[5] Cf. 1ª Lectura: Ecl 27, 33-28,9.
[6] Sermón 83, 6.
[7] Cf. 2ª Lectura: Rm 14, 7-9.
Homilía para el XXIII Domingo Ordinario, ciclo A

Si tu hermano te escucha, lo habrás salvado (cf. Mt 18,15-20)
…
Todos cometemos errores, que siempre tienen alguna consecuencia. Y a veces lo hacemos sin darnos cuenta. Por eso, ¡cómo nos ayuda que nos lo hagan ver para corregirnos! Sin embargo, con frecuencia, ante los errores de los demás, para no meternos en líos, decimos: “cada quien su vida”. Pero, ¡cuidado! Porque eso deja ver que nos hemos contagiado de un virus peor que el coronavirus: el individualismo egoísta, que nos hace indiferentes hacia los demás y abandonarlos a su suerte.
Qué distinto es Dios, que al ver el lío que nos provocamos al desconfiar de él y pecar, con lo que abrimos las puertas del mundo al mal y la muerte, no dijo: “es su problema” ¡Al contario! Se hizo uno de nosotros en Jesús para, amando hasta dar la vida, rescatarnos del pecado, reunirnos en su Iglesia, compartirnos su Espíritu y hacernos hijos suyos[1]. Así nos enseña que la única manera de participar de su vida por siempre feliz es amar y echarle la mano a los demás.
Por eso, como al profeta Ezequiel, nos dice: “te he constituido centinela”[2]. Un centinela es alguien que cuida, que protege, que alerta del peligro ¡Eso hace el que corrige! No se trata de “morder”, como explica san Agustín[3], sino de ayudar al otro a mejorar, con amor Ese amor que, como explica el Papa: “es como una anestesia que ayuda a recibir la cura y a aceptar la corrección”[4].
“Quien ama a su prójimo –dice san Pablo– no le causa daño a nadie”[5]. Si descubrimos que un familiar, un amigo, un compañero o alguien está equivocando su camino y no le decimos nada, le hacemos daño. Y eso no es amor. Pero si al corregir lo hacemos hiriendo, también le causamos daño. Y eso tampoco es amor. Nunca corrijamos enojados, con coraje, con ganas de desquitarnos, porque vamos a lastimar.
Seamos delicados al corregir. Primero informémonos bien, no sea que reprendamos equivocadamente. Pidamos a Dios que nos ilumine. Busquemos las mejores palabras y el momento más oportuno. Hagámoslo en privado, con respeto y amabilidad. De lo contrario, el otro se sentirá agredido, se cerrará, y ya no podremos ayudarle. Por eso dice san Agustín: “Debemos corregir con amor: no deseando dañar, sino buscando la enmienda”[6].
Pero, ¿qué hacer si el otro sigue igual? No cerrar el corazón[7]. Buscar con prudencia a otros que le puedan echar la mano; un amigo o alguien al que le tenga confianza. Y si ni esto resulta, pidamos juntos a Dios por él, como hizo santa Mónica por su hijo san Agustín, quien luego pudo confesar al Señor: “sacaste mi alma de una profundidad tan oscura… habiendo mi madre derramado delante de ti lágrimas por mí” [8].
Preocupémonos por los demás. No olvidemos que un mundo diferente no se construye con gente indiferente[9]. Ayudémonos mutuamente, con amor. Que nuestra Madre, Refugio de los pecadores, nos obtenga de su Hijo la valentía de hacerlo así, teniendo presente aquello que decía san Agustín: “hagamos juntos el bien en el campo del Señor, para disfrutar juntos de su recompensa” [10].
+Eugenio Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
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[1] Cf. Aclamación: 2 Cor 5,19.
[2] Cf. 1ª Lectura: Ez 33,7-9.
[3] Cf. Sermones, 82,1,4.
[4] Cf. Homilía del 12 de septiembre de 2014 en Santa Marta.
[5] Cf. 2ª Lectura: Rm 13,8-10.
[6] Sermón 82, 4.
[7] Cf. Sal 94.
[8] Confesiones, Libro III, XI, 19.
[9] Cf. The Stars and Stripes, Hash Marks, 1944 January 11, Quote Page 2, Column 2, London, Middlesex, England. (NewspaperArchive), en https://quoteinvestigator.com/2014/07/30/different/.
[10] Sermón 82, 4.