Homilía para el XXVII Domingo Ordinario, ciclo A

Los viñadores asesinos (cf. Mt 21,33-43)
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Pedro Bernardone –relata san Buenaventura– llevó a su hijo Francisco ante el obispo para que renunciara a su herencia. Estaba furioso porque el muchacho había vendido las telas de su negocio para reparar la Iglesia de San Damián y ayudar a los pobres.
Entonces, Francisco se quitó todos sus vestidos hasta quedar completamente desnudo, y se los entregó a su padre, diciendo: “Hasta ahora te he llamado padre en la tierra, pero de aquí en adelante puedo decir con absoluta confianza: Padre nuestro, que estás en los cielos, en quien he depositado todo mi tesoro y toda la seguridad de mi esperanza”[1].
El fracaso en una campaña militar, el haber caído prisionero y la enfermedad, hicieron que el hasta entonces joven, rico y mundano Francisco de Asís comprendiera de verdad aquello que enseña la Sagrada Escritura y la Sagrada Tradición: que Dios, creador de cuanto existe, es el dueño de todas las cosas, y que lo hace todo por nosotros para que demos fruto[2]. ¿Qué fruto? Amar y hacer el bien, para ser felices por siempre con él.
Pero a veces, como los viñadores de la parábola, lo hacemos a un lado y nos apropiamos de lo que nos ha dado, como si fuera exclusivamente nuestro y solo para nosotros. Entonces todo termina por derrumbarse. Porque construir sin una base que sostenga la vida personal, la familia, el trabajo, el estudio y la sociedad, hace que todo se venga a bajo, tarde o temprano. De eso quiere prevenirnos Jesús.
Él nos hace ver que todo proviene de Dios. Es él quien nos ha dado la vida, el cuerpo, los afectos, la inteligencia, la voluntad, el alma inmortal, la familia, los amigos, la sociedad y el medioambiente. Es él quien hace posible la cultura, la ciencia, la tecnología.
Cuando pensamos que todo es solo fruto de nuestro talento y esfuerzo, llegamos a creer que para salir adelante hay que se egoístas y usar a los demás, como objetos de placer, de producción o de consumo. Así, haciendo ciencia, política, economía y tecnología sin ética, plagamos al mundo de injusticia, corrupción, pobreza, violencia y contaminación; desintegramos a la familia, y nos condenamos a la soledad y el sinsentido.
Pero Dios no nos abandona; envía mensajeros, y hasta a su propio Hijo, para ayudarnos a enderezar el camino. Así, como dice el Papa, nos demuestra que quiere perdonarnos, abrazarnos e invitarnos a ser una viña rica de frutos para todos, ofreciendo a la familia y a los que nos rodean, especialmente a los más necesitados, el vino nuevo de la misericordia del Señor[3].
¿Cómo dar fruto? Pidiendo ayuda a Dios[4], a través de su Palabra, de la Liturgia –especialmente la Eucaristía–, y de la oración, y poniendo en práctica todo lo que sea virtud[5], teniendo presente aquello que dice san Rabano Mauro: “a cada uno se le entrega su viña para que la cultive con el don de la gracia… que el soberbio menosprecia y el humilde recoge”[6]. Con esta convicción, digamos con san Francisco de Asís: “Señor, eres sumo bien, eterno bien, del cual viene todo bien, sin el cual no hay ningún bien” [7].
+Eugenio Lira Rugarcía
Obispo de Matamoros
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[1] Leyenda Mayor 2,4.
[2] Cf. 1ª. Lectura: Is 5,1-7.
[3] Cf. Ángelus, 8 de octubre de 2017.
[4] Cf. Sal 79.
[5] Cf. 2ª Lectura: Flp 4,6-9.
[6] Cf. en Catena Aurea, 5133.
[7] Exposición del Padre Nuestro, 2.